Actualidad

El tiempo que nos ha tocao

Por Mónica Reynoso

Salimos de casa furtivamente, campaneando si anda cerca la policía, por si nos pesca violando la cuarentena. Salimos como seguramente salen a hacer inteligencia los pibes que cada tanto asaltan nuestras casas confortables y bien equipadas y se alzan con cuanto bien vendible llegan a cargar en los brazos, las motitos o la bici. Distribución compulsiva de la riqueza le decimos. Llamamos al seguro y renovamos el parque electrónico del que debe gozar todo buen burgués.

No hay piquete policial a la vista. Suspiramos y por las dudas nos preparamos para alegar nuestras indiscutibles razones de edad, población de riesgo, cercanía del domicilio, ya volvemos, oiga, déjenos circular por favor. Hemos calculado el mejor horario, cuando la desesperación por las vacunas y las compras se atenúa y las colas se van despoblando. Primera parada de la excursión: la salita de salud. Todo el frente de la modesta construcción está pegoteado de avisos hechos a mano con horarios e instrucciones para los pacientes. Hay unas pocas personas dispersas esperando en la vereda. Cuidan el metro y medio de distancia un hombre medio maltratado por la vida, acuclillado contra el cerco; un joven robusto de bermudas y gorrita con visera, una muchacha entretenida con el celular, y algún otro atrevido que ha venido hasta aquí. Un empleado con uniforme y barbijo atiende con cordialidad, entra a buscar información, regresa y sigue atendiendo consultas y pedidos. Le entrego mi carné de vacunación y la indicación de las neumocócicas 13 y 23. No hay 23, me informa, acepto la 13 y quedo esperando para vacunarme, como todos. Sale un alegre grupo de trabajadores de la salita abrazando cajas herméticas y un listado de personas para vacunar. No hay agua oxigenada, informa una enfermera vestida de verde al señor acuclillado, se nos acabó. El hombre la mira sin saber qué responder pero el joven de bermudas le dice que al frente hay una farmacia, saca doscientos pesos, le dice que compre y que si no le alcanza, le da más. Siento una ternura enorme por ese joven. Si sólo fuera por los tres metros de distancia que nos separan, me acercaría a él para darle un apretón de manos. Pero no puedo. Rige el aislamiento, la distancia; rige el miedo al otro. Entonces sólo lo felicito levantando el pulgar. Él sonríe tenuemente. Llega agitada una chica y dice al empleado de la vereda que ella habló con Moni. La contraseña funciona y rápidamente baja de un auto una mujer de cierta edad que entra al edificio y sale rápidamente acompañada de la chica. La espera en la vereda es silenciosa pero entretenida. Además es un día precioso de otoño, con sol y apenas un vientito desordenado que alivia la pesadumbre de estos días. “¡El viento se levanta! Debemos tratar de vivir”, cita Hayao Miyazaki a Paul Valery y lo traigo ahora, cuando agobia tanto sostener el día a día.
Es mi turno. El solícito empleado me guía por un pasillo impecable y desierto hasta una oficina pequeña donde dos jóvenes, una mujer y un muchacho sonriente, atienden relajados. No llevan barbijos ni hacen alarde de su magnífico poder por estas horas. ¿Y si esta mujer que, concentrada y amable, prepara la jeringa y mi brazo para vacunarme no fuera trabajadora de la salud de esta pequeña sala barrial de mi silente ciudad y fuera en cambio la rubia histérica varada en Miami clamando al Estado que detesta que vaya a rescatarla? Bueno, claro, aun frágil, lo que queda de mi equilibrio racional y emocional me indica que eso no está sucediendo pero cuánto de azar, de dados mal tirados, de cálculos que chingan, de suprema arbitrariedad conmociona hoy nuestras vidas. Pasamos de la sopa de murciélago al virus de diseño en el relámpago de unas semanas. E improvisamos nuestra defensa con los pobres recursos de una ciencia afiebrada a la que sin embargo nos abrazamos como náufragos desesperados a un cacho de madera que flota. Queremos seguir vivos. Y, de ser posible, sanos.

Cumplida la primera etapa de nuestra misión, sigue una pasada de vértigo por el cajero automático, casi un reflejo de los tiempos en que se usaba dinero para comprar, de cuando se compraba, digo, en cualquiera de los negocios abiertos como bocas ávidas. Era tan simple: entrar, elegir, sentarse, ordenar, mirar, comparar, probar, descartar, sacarle punta a nuestra indómita condición de insatisfechos. Todo se podía tocar, palpar, estrujar, llevar a la boca, manosear, sobar, acariciar, arrugar, lamer, guardar en el bolsillo, toquetear, abrazar, rasgar, plegar, atesorar. Qué fácil, qué sencillo, qué reconfortante tomarse un cortadito en un bar al paso. Con dinero, todo se podía comprar. Surcaban nuestras exiguas calles y avenidas unos vehículos altísimos como acorazados, inexplicablemente colosales, fortachones, recios, con espacio para pasear a dos o tres familias numerosas pero ocupado en cambio por un solitario conductor, un tipo tan pobre que sólo tenía dinero y necesitaba lucirlo. Dónde estarán lamentándose mamotreto y dueño, dónde nadie los mira hoy.

Última parada. Última pero no menos importante El mercadito del barrio. Pequeño, a escala humana, sabemos perfectamente qué contiene cada góndola, lo recorremos casi a ojos cerrados. Con una lista cada uno, hemos planificado esta compra como Eisenhower el desembarco en Normandía: nada puede fracasar. Pero sólo puede entrar una persona por compra. Entro y me ofrecen un pequeño carrito desinfectado. Elijo uno grande porque vine dispuesta a no volver hasta la primavera y emprendo una carrera loca que se detiene sólo para manotear acá y allá lo que dice la lista y a medida que van pasando las góndolas. Porque no es que yo paso entre las góndolas, no. Un cierto animismo habita los estantes y los productos me van llamando para que los tome. Eso hago, con velocidad olímpica. Me fijo en un increíble atado de espinacas, saludables, espléndidas, pero un señor interpone su humanidad entre las espinacas y yo. No es tiempo de barbijo obligatorio todavía. Huyo espantada. Somos pocas personas entre las góndolas y pese a mi apuro alcanzo a percibir en mis ocasionales compañeros de compras cierta fascinación en pasearse y contemplarlo todo como si estuvieran en vísperas de Navidad. No, lavandina no hay. Para qué preguntar por alcohol en gel. Menos mal que quedan papel higiénico y jabón blanco. En la caja, el empleado usa guantes de cirujano y mientras va pasando la compra por el escáner escucho que comenta en tono amargo a un compañero: Ahí está, otra vez, y nadie le dice nada. Miro hacia donde dirigen la mirada réproba los empleados y veo que alguien, otro trabajador del mercadito, va de espaldas tosiendo en el codo, la cabeza gacha.

En casa el procedimiento es meticuloso y cansa. Me dejé llevar por los comentarios de mis amigas, que desinfectan cada paquete llegado del mundo exterior a la matrix, así como zapatos, llaves y un largo etcétera que, cumplido el proceso, nos persuade de nuestra corrección y nos conforta en la creencia de que seguimos libres de contaminación. No estaba teniendo tantos cuidados, de modo que si el virus se instaló de incógnito en salidas anteriores, no tendré más que aceptarlo. Por negligente. Pero no se puede decir de mí que no he respetado las directivas del comandante Alberto Fernández, ese inesperado líder bonachón que su hijo Dyhzy describió tan bien en dos palabras: cálido y responsable. Lo escucho emocionada siempre. Me emociona porque vengo de lágrima fácil, pero también porque, cuando habla, con esa fatiga de los asmáticos que conozco bien, me siento formando parte de un cuerpo enorme, de formas difusas y nerviosas, como un océano inquieto de cuerpos en movimiento armónico. No sé qué parte del cuerpo sería, una mano, un ojo, algún apéndice útil que trabaje con eficacia y humildad. Como ese pajarito que mientras se incendiaba el bosque iba y venía del río con dos gotitas en el pico, intentando apagar el fuego. A la pregunta burlona del león por lo imposible de su misión en el incendio, el pajarito respondió: “Ya sé que no apago el fuego pero tengo que cumplir mi parte”.

A la obligada rutina de cocinar la matizo con música elegida especialmente, no sea que de la radio emerja el monstruo espantoso que cuenta de viva voz los muertos del día. Bueno, me digo, provista de ollas y delantal, qué tal un poco de añoranzas… Y canta Serrat su disco “En tránsito”. Tuve ese disco en cassette a mis 26 años, aprendí de memoria todas las letras de esas canciones, así que caigo abatida por la pena cuando vuelvo a escuchar “A quien corresponda”, tan fresca como en el siglo pasado.

Un servidor
Joan Manuel Serrat,
Casado, mayor de edad,
Vecino de Camprodon,
Girona,
Hijo de Angeles Y de Josep.
De profesión cantautor
Y natural de Barcelona,
Según obra
En el registro civil,
Hoy, lunes, 20 de Abril de 1981
Con las fuerzas de que dispone
Atentamente EXPONE
Dos puntos:
Que las manzanas no huelen
Que nadie conoce al vecino
Que a los viejos se les aparta
Después de haberlos servido bien.
Que el mar está agonizando
Que no hay quien confíe en su hermano
Que la tierra cayó en manos
De unos locos con carnet
Que el mundo es de peaje y experimental,
Que todo es desechable y provisional.
Que no nos salen las cuentas,
Que las reformas nunca se acaban,
Que llegamos siempre tarde,
Donde nunca pasa nada.
Por eso
Y por muchas cosas más,
Que en un anexo se especifican,
Sin que sirva de precedente,
Respetuosamente
SUPLICA
Se sirva tomar medidas
Y llamar al orden a esos chapuceros
Que lo dejan todo perdido
En nombre del personal.
Pero hágalo urgentemente
Para que no sean necesarios
Más héroes ni más milagros
Para adecentar el local.
No hay otro tiempo que el que nos ha tocao
Acláreles quién manda y quién es el mandao.
Y si no tuviera en su mano
Poner coto a tales desmanes,
Mándeles copiar cien veces
Que esas cosas no se hacen.
Gracia que espera merecer
Del recto proceder
De quien no suele llamarse a engaño
A quien Dios guarde muchos años
AMEN.