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La ilusión es terapéutica, el exceso perjudica

Por José Ramón Ubieto Pardo

La Navidad es el tiempo en que adviene lo nuevo y muere lo viejo, y este año, más que otros, queremos ilusionarnos con las novedades post-Covid: desescalada, vacunas, vuelta a la normalidad. Nos anuncian que serán distintas y que, como en el meme que circula de los 7 enanitos, alguno se quedará fuera de la celebración. No parece que eso vaya a ser una catástrofe, incluso podemos pensar que, para muchos, puede ser una suerte. Para los que las temen seguro, su dolor se atenuará; para los que las toleran, serán más llevaderas; y para los que las esperan con deleite, una ocasión de reinventarlas. Algo más íntimas y menos ruidosas, no faltarán los regalos como sustitutos de muchos encuentros y, a falta de acariciarnos y halagarnos (otras acepciones de la palabra regalo), los objetos tratarán de colmar ese vacío.

La Navidad nos invita a la bondad, armonía y felicidad, anhelos que no siempre coinciden con nuestra experiencia real. La pandemia, además, ha revalorizado la empatía: empresas líderes han hecho donaciones a hospitales y la misma Coca-Cola nos recordó que “existe una brecha de empatía y necesitamos atenderla si queremos ser la marca que reúne a las personas”. La publicidad (es su magia) se anticipa al deseo, capta lo que está en el ambiente, le pone un nombre y te lo ofrece. Pero la pregunta es si lo esencial en nuestras vidas es esa empatía forzada o el reconocimiento pleno de los flujos invisibles que se ocupan de lo que haría posible una buena vida, una vida digna. Esos hombres y mujeres que hacen posible la sanidad, la alimentación, los transportes, los cuidados, la seguridad, muchas veces de forma anónima y en condiciones precarias.

Freud decía que una buena actitud en la vida es la de ser un pesimista advertido, mejor que un optimista iluso. Eso implica reconocer las dificultades de la vida, sus imposibilidades y a partir de allí usarlas como palancas de lo posible. Justamente porque admitimos que estas Navidades serán “imposibles” tal como las querríamos, serán posibles de otra manera: más discretas y menos intensas, pero no por ello sin satisfacción. El optimista, en cambio, no deja de negar las dificultades y recrear la nostalgia esperando que alguien (vacuna, tecnología) le saque del bucle melancólico en que se halla. Un pesimista advertido sabe que el primer deber del ser humano es vivir y evitar toda ilusión excesiva que lo dificulte, sin ignorar que ilusionarnos es un poco terapéutico. Salvar esta Navidad puede ser, entonces, una buena ocasión para salvar la sanidad y todo aquello que la pandemia ha revelado como esencial en nuestras vidas. Eso es hacer del pesimismo un eficaz argumento para vivir.