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El delirio de Trump, más allá del personaje

Por José Ramón Ubieto Pardo

“Quítate la máscara, huele la mierda”. Con esta frase recibe uno de los manifestantes trumpistas a un periodista de The Atlantic , a las puertas del Capitolio. La mierda –reverso de la pureza que se atribuyen– es el objeto que condensa las creencias delirantes de esos fanáticos, cuyo número no es nada desdeñable. Donald Trump, personaje elevado a la condición de hijo de Dios para sus seguidores, es su salvador (las pancartas “Jesus saves” son habituales en sus manifestaciones), el que redimirá a la nación de los que, con la mierda hasta el cuello, roban a los niños y hacen todo tipo de prácticas sucias con ellos. Por eso, “detén el robo” es su lema y su contraseña

El amor que los une se alimenta del odio y la hostilidad cimentada en esa tesis paranoica: el otro me quiere robar y eliminar. No tiene, pues, nada de extraño que cada uno se arme para defenderse y defender la patria de ese robo fraudulento, sin descartar amenazas mafiosas para eliminar ­votos.

La tentación autoritaria solo subsiste si hay una sociedad complaciente y consentidora. Trump no hubiera tenido recorrido político sin sus 60 millones de votos en su primera elección y más de 70 en la segunda. Todo hubiera quedado en una más de sus performances televisivas. Si ha podido remover los cimientos de la democracia americana –lo de ayer fue solo un golpe de mano tras cuatro años de golpismo institucionalizado– es porque su cinismo redobla esa voluntad de buena parte de la sociedad que ha descubierto que su back door , donde arrojar la mierda, ya no está en el centro o en el sur del continente, sino en sus vecinos pedófilos.

Los latinos conocen bien el chiste macabro que dice que la única razón por la que no ha habido golpes de Estado en los Estados Unidos es porque en Washington no había embajada norteamericana. Ahora ya sí, la paranoización extrema de esa sociedad ha encontrado en su seno lo más extranjero de sí misma. Sabemos, por Freud y Lacan, que lo más extraño e irreconocible es también lo más familiar de cada uno, eso éxtimo que nos parece ajeno por ser tan interior.

El odio, alimentado en las burbujas de QAnon y en los tuits de Trump, se manifestó el miércoles sin pudor y desbordó los límites del último semblante constitucional, aquel que los padres fundadores declararon como inviolable: el Capitolio como sede de la voluntad popular.

La máscara de Trump, como padre protector de esos norteamericanos a la intemperie, ahora ha saltado definitivamente, y lo que nos aguarda ya se dirime más allá de esa ficción paterna. Hemos pasado (ya lo estábamos, pero ahora se ha hecho más visible) del padre a lo peor, y de los políticos estadounidenses y de sus votantes dependerá lo que vendrá.

La impunidad de esta mise en scène no será gratis, retornará como confirmación de ese odio y como desafección de otros muchos.