Clínica

El empuje a la mujer y las estructuras clínicas

Por Blanca Sánchez

Introducción

Lacan nos indica que “lo que responde a la misma estructura no tiene el mismo sentido, por lo cual no hay análisis sino de lo particular”.[1] Es decir, no hay sentido común de los síntomas, hay tipos clínicos que solo se pueden ver cuando, retroactivamente, hemos ubicado la estructura. De allí se desprende una oposición entre los tipos clínicos y los paradigmas clínicos, ya que los primeros dependen de los segundos.[2]

Lo propio de toda práctica del diagnóstico es que el caso se vuelve un ejemplar de la clase. Sin embargo, sabemos que las clasificaciones son relativas y artificiales y que no permiten captar lo más singular del sujeto incluido en la clase. Por ello, la perspectiva de lo singular se impone en la clínica por sobre las consideraciones de lo universal y lo particular.[3]

Delimitar el diagnóstico diferencial desde la perspectiva psicoanalítica implicará ubicar la estructura clínica, situar el modo en el cual cada caso se incluye en ella y recortar los rasgos que hacen a su singularidad, lo más propio de cada uno, lo que no hace clase. Nuestra práctica del caso es extraña, como dice Eric Laurent en su texto “La extensión del síntoma hoy”: partimos de una neurosis obsesiva, por ejemplo, para obtener de allí al Hombre de las Ratas.

Aún así, el diagnóstico diferencial se hace necesario en la clínica, pues imprime una orientación determinada a la dirección de una cura. Para realizarlo, utilizamos “los predicados de clase” ya establecidos, pues las clasificaciones siempre se refieren a una práctica efectiva preexistente que determina esos predicados.

Miller[4] dirá que la única regla universal de los seres hablantes es un enunciado negativo: no hay relación sexual. Por ello, cada uno deberá inventar su particular relación al sexo de lo que resulta una infinita variedad. Ese modo peculiar, siempre inventado, es el síntoma, que irá al lugar de la programación sexual que falta. Sin embargo, hay síntomas más banales y comunes y otros más creativos y excepcionales.

De allí se desprende la segunda cuestión a considerar en el tema del diagnóstico diferencial: las dos clínicas que Miller[5] recorta en Lacan. Por un lado, una clínica discontinuista, segregativa, con un rasgo diferencial que es el Nombre del Padre, que diferencia tajantemente neurosis de psicosis. Por otro lado, una clínica continuista, no segregativa, en la que no se trata de elementos diferenciales sino que la metáfora paterna será un aparato del síntoma entre otros, cuyo fin va a ser el de garantizar la articulación entre la operación significante y sus consecuencias sobre el goce del sujeto. Es decir que hay un punto de igualdad que es el hecho de afrontar la relación al lenguaje para cada ser hablante y cómo cada uno se las arregla con eso, lo que nos conduce a los modos de goce y sus variaciones.

Aquello que nos puede permitir realizar un diagnóstico diferencial coherente con esta segunda clínica lacaniana no se va a inclinar por cerrar el diagnóstico sobre sí mismo, sino que podría consistir en situar algunas coordenadas como por ejemplo la diferencias entre fenómeno elemental y formaciones del inconsciente, en función de las vías de retorno; la dialéctica del deseo y la demanda; el significante y los modos de atemperar el goce; síntoma y fantasma; y las respuestas a la inexistencia de LA mujer. Nos detendremos en esta oportunidad a abordar este último punto.

Se busca la mujer [6]

En el inconsciente hay un punto de no saber que recae sobre la mujer, sobre lo femenino. Para Freud, era el hecho de que no hubiera representación para el genital femenino. No se sabe nada sobre la mujer en el inconsciente, por lo cual deviene Otro sexo para ambos sexos, es lo Otro como lo distinto, lo absoluto.

Freud afirma que “la mujer es en todo un tabú”; es decir, no solamente se trata del tabú de la virginidad, sino que extiende el tabú a la mujer en sí misma. Incluso, nombra también a la sexualidad femenina como el dark continent, el continente negro. Lacan enunciaba esto bajo la forma de LA mujer no existe, de lo que resulta su famoso aforismo: no hay relación sexual.

La idea de la forclusión generalizada parte de allí: hay un punto de forclusión a partir del cual se inventarán diversas suplencias; el nombre del padre es una de ellas, la más banal pero no por eso la menos efectiva. Así, el significante de la mujer es un significante perdido.

Miller, en su texto “Otro Lacan,” sostiene que dentro del dispositivo analítico el sujeto está sometido a una histeria estructural, no solo porque se ve dividido por los efectos del significante, sino también porque se ve lanzado a la búsqueda del significante de la mujer que haría falta para que exista la relación sexual. Cualquiera que entra al consultorio de un analista, aun si es un geómetra, buscará a la mujer; por ello no necesitamos escribir en nuestra puerta “Que no entre aquí si no busca a la mujer”.

De este modo, tanto hombres como mujeres, histéricas, histéricos, obsesivos y obsesivas, cada uno siempre busca a la mujer. Podría uno incluso interrogarse acerca de qué se encuentra cuando se deja de buscarla.

En esa vía se podría decir que la neurosis “busca la mujer”, mientras que en la psicosis, se pone en juego el “empuje a la mujer”, que nos permite relacionarlo con el empuje en tanto uno términos de la pulsión (que son empuje, objeto, meta, fuente), el empuje como una fuerza constante.

La mujer se relaciona con Otro goce que el fálico. Entonces, el empuje a la mujer, o el se busca a la mujer ¿será un intento de hacer existir, de inscribir, el goce que quedó fuera del falo?

Ser la mujer que falta a los hombres

El falo modera el goce, lo localiza por medio de la función paterna, ya que la metáfora paterna coordina el goce con el falo. La forclusión del Nombre del padre tiene su manifestación clínica en la invasión de una significación de goce infinito. Schereber, por ejemplo, habla de este goce ilimitado como de una feminizaicón. Por eso, para él, La mujer existe: es él.

Tenemos entonces dos forclusiones antinómicas: por un lado la forclusión generalizada de La mujer; por el otro, la forclusión del Nombre del padre. La forclusión del Nombre del padre hace existir a La mujer, pero también pone al objeto a al desnudo.

Miller nos propone que en la psicosis también busquemos la mujer en todas las variantes del delirio (homosexualidad, travestismo, transexualismo, etc.) que traducen delirantemente la infinitización del goce. Así, lo forcluído en lo simbólico como Nombre del Padre, retorna en lo real como Goce del Otro.

En “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, Lacan está discutiendo con Ida Macalpine sobre el tema de la transformación en mujer y la eviración (desaparición del pene) en la que se observa una ambigüedad que es de estructura: “implica que aquello que confina en el nivel imaginario con la transformación en mujer sea lo que le haga caer de toda herencia de la que pudiese legítimamente esperar la afectación de un pene a su persona. […] Por la razón de que si ser y tener se excluyen en principio, se confunden en cuanto al resultado cuando se trata de una carencia”.[7] La ambigüedad de estructura entre transformarse en mujer y perder el pene es lo que deja a nivel imaginario la transformación en mujer, y hace que caiga lo que podría legitimar la herencia de un pene.

Ser y tener el falo no deberían confundirse. Es más, podríamos decir que en el caso de hombres y mujeres, tenerlo impide serlo; no tenerlo permite serlo. Aquí Lacan ubica que algunos analistas se confunden en relación a una carencia. Y entonces agrega:

“no es por estar precluído[8] del pene [es decir, no es cuestión de que el pene no está o no se lo ha asumido] “sino por deber ser el falo por lo que el paciente estará abocado a convertirse en una mujer”.[9]

Según Lacan, la equivalencia muchacha-falo se origina en los caminos imaginarios por lo que el deseo del niño se identifica con la falta en ser la madre, a la cual ella fue introducida por la ley simbólica que constituye la carencia.

Es interesante, porque en su seminario Los divinos detalles Miller subraya el hecho de que en la metáfora paterna ya hay un atravesamiento del goce en relación a la madre, cuando plantea que se reduce al significante del Deseo de la Madre, por eso ya implica una pérdida de goce. Ubica, además, el intercambio de mujeres a nivel imaginario, pero la transmisión en el orden simbólico del falo como significante del deseo.

Hablando del esquema R, Lacan remarca que “la identificación por la cual el sujeto asumió el deseo de la madre desencadena la disolución del tripié imaginario”. La identificación por la que el sujeto asumió el deseo de la madre debería haber sido la identificación con el falo, pero Lacan subraya “cualquiera que sea”, es decir que frente al f0 se asume por la vía de otra identificación. Y agrega Lacan: “Sin duda la adivinación del inconsciente ha advertido muy pronto al sujeto que, a falta de poder ser el falo que falta a la madre, le queda la solución de ser la mujer que falta a los hombres”.

“Este es incluso el sentido del fantasma del período de incubación, la fantasía de duermevela que dice “será hermoso ser una mujer que está sufriendo el acoplamiento”.[10]

Podemos a partir de acá pensar en una hipótesis: la de la estructura de un suplemento que viene a responder a esa falta simbólica, o a la posición que no está marcada por lo simbólico. Define la solución de Schreber por la vía de un suplemento e introduce la solución por el lado de ser “la mujer que falta a los hombres”.

Como sabemos, Lacan reorienta la lectura de la psicosis en relación al padre, a diferencia de los kleinianos que ponían el acento en la madre. Sin embargo, Eric Laurent nos invita a hacer aquí un agregado: no solamente la lectura a partir del padre, sino también la sustitución del punto de vista estrictamente materno para restituir el suplemento femenino en la psicosis; si el ser mujer es un suplemento, un invento, no hay palabras para eso. Por eso se plantea en términos de solución y no de respuesta.

Si volvemos al párrafo antes mencionado, podemos analizarlo desde esta perspectiva.

“Sin duda, la adivinación del inconsciente…”:

Lacan se refiere a la idea de un inconsciente combinatorio que puede funcionar como sistema de adivinación, y no comoautomatón que se repite fijado en el destino. Apelar a la idea de adivinación implica el recurso a sistemas formales, tal como ocurre con los sistemas adivinatorios (el I Ching, la lectura de los caparazones de las tortugas). Se trata de sistemas de adivinación muy formal que requieren de intérpretes que aporten la solución.

Decir adivinación del inconsciente es valorizar sus elementos formales y hacer ver que el formalismo no alivia de la interpretación, que puede ser del orden del sentido o de la solución que se deduce. En esas palabras está la causalidad psíquica: lo que puede estar determinado y ser, al mismo tiempo, la causa, ser determinante. Hay un núcleo, una causa, que en verdad tiene mas que ver con el sinsentido que con el sentido.

“…ha advertido muy pronto (tempranamente) al sujeto…”:

Remite con esta fórmula al estatuto del sujeto antes del desencadenamiento, pero también a su relación con la madre. La relación a la madre y al falo ocurre muy tempranamente, el sujeto va a encontrar una opinión con relación a su regulación sobre el falo materno. La adivinación del inconsciente, entonces, nos permite interrogar y tomar en cuenta el estatuto de un sujeto que busca una solución fuera del apoyo fálico.

El inconsciente, en tanto maquinaria de sentido, propone soluciones aunque sean elecciones forzadas por fuera del apoyo fálico, esto cuando la madre no puede simbolizar su deseo en torno al significante fálico.

Hay distintas soluciones: la solución normal, la del como si, la solución sintomática. La solución de Schreber: ser la mujer que falta a los hombres.

“…ese es el sentido de la fantasía de duermevela…”: qué hermoso sería ser una mujer en el momento del acoplamiento

Podría considerársela como una solución es el sentido de un fantasma. Lacan llama sentido a la lógica de ese fantasma. No habla de la explicación del fantasma, dice que es el sentido del fantasma. Y toma un fantasma que derrama goce, pero para separar ese goce de la articulación lógica: es ubicar que “ser una mujer” quiere decir “ser la mujer que falta a los hombres”. No se trata de creer que Schreber quería ser tomado como se toma una mujer, lo que acentúa la cuestión de la homosexualidad que han tomado muchos autores. Lacan aporta una estructura lógica: ser la mujer que falta a los hombres. Acopla ser y falta, en la medida en que el ser de un sujeto no puede concebirse sino es en relación a una falta.

Tenemos entonces una solución que viene del lado del ser, que está emparejado con una falta: eso nos da la clave del suplemento, un ser que viene a hacer un suplemento a un goce, o un ser que está correlacionado con un goce, que le hace suplemento a una falta.

“qué bello sería…” anuda goce y bello. Por eso sería un fantasma.

Más adelante en el texto de Lacan leemos acerca del retrato del “cadáver lerproso conduciendo otro cadáver leproso” que describe la identidad reducida a la confrontación con el doble psíquico, pero que hace patente la regresión tópica al estadío del espejo, en donde la relación con el otro se reduce a su filo mortal.

La otra referencia es la del cuerpo como agregado de nervios extraños.

Hay una determinación simbólica que demuestra cómo se restaura lo imaginario: 1) en el estadio de la práctica transexualista, en la actividad erótica del sujeto por la cual le da a su imagen, adornada con chucherías femeninas, el aspecto del busto femenino. Lo que nos permite ligar el desarrollo de los nervios de la voluptuosidad femenina en las zonas que se supone son erógenas de la mujer. Al no desprender su pensamiento de algo femenino, se colma la voluptuosidad divina. 2) El otro aspecto de los fantasmas libidinales, el que liga la feminización en la coordenada de la copulación divina, y las criaturas por venir.

Si bien en este escrito, lo libidinal queda a nivel imaginario, intentando su reabsorción en lo simbólico, hablar del empuje a la mujer implica tomarlo como la manifestación de la pulsión en la psicosis.

El empuje a la mujer se sitúa a nivel de la sexuación del sujeto que implica un modo de goce, como vimos, pero deja en suspenso la elección de objeto. El paranoico, entonces, se ve empujado a ser mujer por no poder inscribirse en la función fálica, pero no dice cuáles son los objetos, si amará o no las mujeres a los hombres, se ve empujado a ser mujer ¿homosexual o heterosexual?

El “empuje a la Otra mujer” en la histeria

La histérica también se consagra a buscar la mujer. Esto es evidente en el ordenamiento que Lacan hace de las neurosis en torno a las preguntas sobre la existencia ¿qué es ser mujer? o ¿soy hombre o mujer? para la histeria, y la pregunta por la existencia para la neurosis obsesiva.

En el texto “Intervención sobre la transferencia”, tenemos las inversiones dialécticas y sus desarrollos de verdad que se pueden construir en el caso Dora: la primera en la cual se le denuncia su posición de alma bella, en la que se supone que Freud la interroga sobre su parte en el desorden del mundo del que se queja; la segunda, al no poner el acento en el objeto de los celos, sino en su interés por la Señora K, y el desarrollo de verdad que le sigue: la atracción fascinada de Dora hacia la Señora K, la blancura de su cuerpo, la relación entre estas dos mujeres, “el hecho patente de sus intercambios de buenos procedimientos como mutuas embajadoras de sus deseos respectivos frente al padre de Dora”.[11]

Lacan intenta deducir a dónde hubiera conducido este desarrollo de verdad de no haberse interrumpido la cura: al dirigirse a la Señora K tendríamos el valor real del objeto que es la Señora K: “un misterio, el misterio de su propia femineidad, su femineidad corporal”, va a decir Lacan.

Se trata, entonces, de elevar a la Señora K a la posición del misterio de la feminidad. Si la mujer existiera, en su posición habría un misterio como el de la Trinidad (como algo que es incomprensible, que no puede existir y que sin embargo existe, pero a la vez no existe). Del mismo modo, la mujer no puede existir: se trata de alguien que puede encarnarla. La interrogación de la histérica sobre su homosexualidad es una interrogación sobre el misterio de su propia feminidad. Este misterio es el que Dora se pregunta por lo que estaría más allá de la imagen del cuerpo, lo que Lacan nombra como su feminidad corporal.

Pero, ¿cuál es la imagen de mujer con la cual Dora puede representarse ese objeto que está más allá de la imagen? Allí está el famoso “mojón” donde se esboza la inversión dialéctica de la que se desprende el cuarto desarrollo de la verdad: “Es Dora, todavía infans, chupándose el pulgar izquierdo al tiempo que con la otra mano le tira de la oreja a su hermano”. Ella tiene el papel activo en la escena en la que parece jugarse una forma completa de autosatisfacción. También podríamos suponer cierto desdoblamiento entre ella y la que sostiene al hermano por la oreja.

Continúa Lacan: “Parece que tuviésemos aquí la matriz imaginaria en la que se han vertido todas las situaciones que Dora ha desarrollado en su vida. Podemos tomar con ella la medida de lo que significan ahora para ella la mujer y el hombre”.

Pareciera que al dirigir a Dora hacia su interés por la Sra K, eso nos conduce a la interrogación sobre su feminidad, la medida de lo que significan la mujer y el hombre.

“La mujer es el objeto imposible de desprender de un primitivo deseo oral y en el que, sin embargo, es preciso que aprenda a reconocer su propia naturaleza genital”. Y agrega. Para tener acceso a ese reconocimiento de su feminidad, le sería necesario realizar esta asunción de su propio cuerpo, a falta de lo cual permanece abierta a la fragmentación corporal que constituye los síntomas de conversión”.

En este punto podríamos introducir el otro tema que es el del cuerpo en las estructuras.

Aquello que caracterizará al síntoma histérico es el hecho de inscribirse en el cuerpo, tal como lo ubica Freud desde el inicio, cuando plantea que el afecto separado de las representaciones inervará en la histeria una parte del cuerpo, o mejor dicho, los recortes significantes del mismo. Pero no puede producirse sin cierta “solicitación somática brindada por un proceso normal o patológico en el interior de un órgano del cuerpo”,[12] a lo que se le suma un significado psíquico, un sentido. Ese proceso en el interior de un órgano, “es la marca en el cuerpo de que el fin de la pulsión no es más que la modificación del cuerpo propio experimentada como satisfacción”; las marcas en cada uno del exilio de la relación sexual resultado del verdadero traumatismo: el encuentro del cuerpo con lalengua.[13]

Paradójicamente, Lacan entiende la complacencia somática como rechazo del cuerpo; es la histérica que “se opone a hacerse un cuerpo”.[14] Podemos leer ese rechazo como “no tomarse por la mujer”, no asumir el rol que le toca en la conjunción sexual. “Lo que es rechazado del goce sexual es la infinitización del goce como absoluto”.[15] También atribuye a la histeria el goce de la privación, que radica en el hecho de que “el valor del hombre reside en el órgano, no para que la histérica sea feliz con él sino para que otra la prive de él”.[16] Resta la pregunta de si este goce de la privación del goce fálico, no podría ser un antecedente del goce femenino.

Por ejemplo, el síntoma de Dora, la tos, según la interpretación freudiana, figura la relación sexual entre su impotente padre y la Sra. K., abordada por la vía del significante ein (un)vermögender Mann (el equívoco entre el hombre con/sin recursos), siguiendo la idea freudiana de que el síntoma presenta la fijación de unas fantasías de contenido sexual, aunque sin perder de vista a la Dora chupeteadora.

Es lo que Lacan subraya de la asunción genital, el punto al que es conducida Dora. La Señora K como encarnación de la mujer es puesta por Lacan en una categoría que está más allá de lo imaginario con lo cual, ¿con qué va a responder al enigma de la feminidad? Si la feminidad es un enigma, una pregunta, el sujeto femenino debe responderla con su propio cuerpo

Dora, confrontada con el enigma, debe responder con su cuerpo lo que sería la asunción de su feminidad. Pero en su lugar responde con los síntomas.

Para realizar dicho acceso ha contado “con el único expediente que le ofrece la apertura hacia el objeto, el compañero masculino con el que por la diferencia de edades puede identificarse”:[17] Dora identificada con el Señor K. Veremos así las identificaciones viriles. A la pregunta “¿Qué es una mujer?”, responde por un lado con la fragmentación corporal, o sea los síntomas, y por el otro lado con “Soy el hombre”.

Podríamos suponer, además, que el goce del padecer en el síntoma viene al lugar de la relación sexual que no hay.

Para Lacan la mujer, a diferencia de la histérica, está dispuesta a ser “síntoma de otro cuerpo”: “Así, individuos que Aristóteles toma por cuerpos, pueden ser tan sólo síntomas, ellos mismos, relativamente a otros cuerpos. Una mujer, por ejemplo, es síntoma de otro cuerpo. Si no se da el caso, no sale de síntoma denominado histérico…” Y agrega: “lo que no exige el cuerpo a cuerpo”.[18]

La histérica, con su cuerpo enfermo de la verdad, rechaza el cuerpo doblemente, ya sea para no obedecer al saber natural, en la batalla entre el órgano al servicio de la autoconservación o al servicio del goce. O bien en su rechazo del cuerpo como cuerpo del Otro, como lo ilustra el clásico asco histérico con el que Freud define como histérica a “toda persona en quien una ocasión de excitación sexual provoca displacer”.[19]

Miller ubica también este rechazo del cuerpo del otro en su propio cuerpo, esto es, el niño, la reproducción. “El cuerpo histérico tiende a embrollarse con la reproducción de la vida y rechaza su propio cuerpo, lo que aparece connotado por el afecto del asco”.[20] El asco frente a lo sexual propio de las señoritas de la época victoriana que parece tan alejado de las mujeres posmodernas, según esta indicación retornaría bajo las formas cada vez más extendidas de las dificultades de quedar embarazadas, para las cuales la histérica encuentra un médico a su medida que la asista en la reproducción, aun en mujeres jóvenes sin síntomas orgánicos, alimentando así la fantasía de tener un hijo obviando la relación sexual, o la de tener un hijo del padre.

Ese rechazo del cuerpo puede darse también como rechazo de lo que de su propio cuerpo podría presentarse como Otro: el goce femenino que podría hacerla Otra para sí misma.

El hecho de tener un cuerpo, y no de serlo, tiene como consecuencia que no sea posible identificarse con el cuerpo, de lo que deriva el fascinante apego a la imagen, tan pregnante en la histeria. Este estatuto del cuerpo como modelo imaginario del Uno, esta creencia en el Uno del cuerpo, es lo que la posición femenina podría romper “para preferir el goce como Otro” y poder así inscribirse en una relación directa del cuerpo al goce Otro. Según E. Laurent, “la identificación al síntoma puede permitir la conexión, la descentralización del sujeto hacia otro cuerpo, el del hombre, por ejemplo”.[21]

¿Por qué una mujer soportaría ser síntoma de otro cuerpo? Porque lo que quiere es gozar del cuerpo, no como imagen fálica, como Uno, sino del cuerpo –podríamos decir- “como carne”, siguiendo por supuesto la secuencia de hablar, amar gozar.

Mientras la histérica goza del padecer de su síntoma adherida al estatuto imaginario del cuerpo y para gozar del cuerpo delega en otra su lazo al hombre, una mujer, en su posición, querrá gozar y hacer gozar a su partenaire. Se prestará no sin que medie el amor.

Retomando a la histeria, observamos que en la disposición de los cuatro términos de la comedia de Dora se encuentra una cuestión básica: el sujeto histérico está ocupado con la pregunta por la feminidad, pero identificado con su cuerpo con el muchacho en el plano imaginario.

En “La dirección de la cura y los principios de su poder” reaparece este tema de la identificación histérica. El análisis del sueño por parte de Freud, recibe una formalización de Lacan, ubicando tres niveles de interpretación y tres vías de identificación: la identificación a la amiga, la identificación al marido y la identificación al falo.

Ilustra a las claras la dialéctica entre la Demanda y el deseo: Desea caviar, pero para que no se lo den; demanda amor, como toda demanda.

Y si se identifica con la amiga, será para ser como ella, manteniendo un deseo como deseo insatisfecho. Si bien el sueño responde a la demanda de la amiga de venir a cenar, pero oculta detrás su deseo por el carnicero; y él, al que parecen gustarle las redondeces (demanda redondeces) en realidad tiene también un deseo atragantado en al trastienda: un trozo de trasero de cualquier muchacha bonita. La Bella Carnicera supo donde rastrear los signos del deseo.

Formulará su pregunta y se dirigirá hacia quien encarne “el misterio” identificada al hombre. Será desde ese lugar desde dónde podrá hacer su pregunta. Finalmente, identificándose al falo, al significante del deseo, se pone el traje de salmón para con él capturar el deseo del Otro, para no satisfacerlo.

Las histéricas que conocemos tienen siempre otra en juego: la amiga de Irma, la Sra K para Dora, la hermana de Isabel de R.

La pregunta por la diferencia sexual lleva a la histérica a cuestionarse por el deseo encarnado en la Otra mujer, la hace la portadora, la guardiana del “misterio”. Otra que sabe cómo ser el falo entre los hombres. Otra que goza del órgano, privando a la histérica.

Hay una lectura que Lacan hace en El seminario 8 La transferencia que da un pequeño giro a esta cuestión. Lacan retoma el error de Freud “en cuanto al objeto de su deseo, precisamente porque busca la referencia de Dora como histérica, primero y ante todo, en la elección de su objeto que es un duda a minúscula”, como otro imaginario aun. Y si bien es cierto que el Señor K es el objeto a, y que ahí se encuentra el fantasma como soporte del deseo, agrega Lacan que “Dora no sería una histérica si se conformara con ese fantasma. Ella apunta a otra cosa, apunta a algo mejor, apunta a A mayúscula, al Otro absoluto”.[22]

¿De qué se trata en ese Otro absoluto para Dora? Para ella “la Señora K es la encarnación de la pregunta ¿qué es una mujer?”[23] Y si no se produce el fading del sujeto en el fantasma es porque es una histérica pues, agrega Lacan, “es en un A mayúscula como tal en el que ella cree, contrariamente a una paranoica”. El sujeto histérico cree en eso, cree en la mujer, y porque cree, cree que la mujer existe. Mientras que la paranoica, no cree y llegado el caso, si es transexual como Schreber, él mismo se vuelve la mujer, lo tiene que demostrar, dar pruebas de que está en lo femenino. Por eso la única cura posible para la histérica es que renuncie a esa creencia.

Cree, entonces, en la A mayúscula y encuentra allí el signo f que responde a su ¿qué soy yo? Por eso Dora recurre a todas las formas de sustitutos que puede dar de ese signo deslizando el -φ del falo imaginario en todos los lugares donde le sea posible.

Desliza la falta imaginaria por donde sea para poder preservar su creencia en el f, en el Otro absoluto de la mujer como signo, como ser el falo.

Y dice más Lacan: que si su padre sea impotente, no importa: ella hará la cópula, sostendrá la imagen, sostendrá la relación, hace de alcahueta, lleva y trae, regalitos, chismes, cosas.

Pero como eso no es suficiente, hace intervenir también al Señor K, la imagen que la sustituye a ella hasta que él diga la frase fatal, porque es necesario que se asegure de que haya en el asunto alguno que se excite para ponerlo en circulación. Medio groseramente dice Lacan: “Si ella no te la pone tiesa, entonces, ¿para qué sirves?”

Y aquí viene un dato importantísimo en la cuestión de la histeria:

“Para Dora, como para cualquier histérica, se trata de ser la procuradora de ese signo en su forma imaginaria”, ser la procuradora del –φ para garantizar, preservar el falo simbólico, f.[24]

Lacan habla, y es patente, de la devoción, la pasión de la histérica por identificarse a todos los dramas sentimentales de su entorno, de estar ahí, de sostener la escena entre bastidores, de todo lo que pueda ocurrir que sea apasionante y, sin embargo, no estar allí en lo absoluto, no es asunto suyo.

Prefiere que su deseo esté insatisfecho a que el Otro se quede con la clave de su misterio, intercambia su deseo por ese signo del deseo del Otro. Se identifica con el drama del amor, se esfuerza en reanimar al Otro, apuntalarlo, completarlo, repararlo.

El cine nos lo ilustra a la perfección, por ejemplo con Amelie, Ema, las telenovelas, la clínica, ¡la adolescencia!

También se puede leer esto en el apego de la histérica por un hombre que sea gustoso de la sustitución. Si bien eso la hace sufrir, y sufre los peores tormentos ante la facilidad con que ese hombre sustituye una mujer por otra, ni se le cruza por la cabeza que ese tipo pueda ser impotente con las mujeres con las que trata de acostarse. Todo lo contrario, para sostener sus celos tiene que creer que el hombre en cuestión va a acostarse con todas las mujeres, para que él funcione como garantía de su creencia en que la mujer existe. Cambia su deseo por un signo, el signo de la existencia de la mujer.

Otra forma que puede tomar el empuje a la mujer en la histeria es la de tratar de ser la mujer excepcional de un hombre excepcional. Por ejemplo, Camille Claudel y su historia con Rodin, entre muchas otras.

El “empuje a las mujeres” en la neurosis obsesiva

El plural que convocamos es adrede, porque por lo general, si no nos topamos con la elección particular, nos encontramos frente a la degradación general.

La inexistencia de la mujer determina la emergencia de valores y semblantes de mujer que vendrían a su lugar. Tenemos entonces: la dama rica, la dama pobre; la dirne o la dama; la madre o la prostituta, en fin, cualquier clase de desdoblamiento. Recuerdo un sujeto para quien eso se ponía en juego en “las que manejan” y “las que no”.

Si en algo se caracteriza el “se busca la mujer” de la neurosis obsesiva, es que se pone de manifiesto en la modalidad del deseo como imposible, o por mejor decir, impotente.

Siempre tras la dama de sus pensamientos, cuando por fin la consigue, resulta que ya no era ella. De todos modos, el caso paradigmático del Hombre de las ratas, ilustra a las claras la articulación que hay entre el padre y la mujer. Y así como en la histeria tenemos el cuarteto entre la histérica, la otra, el hombre del deseo y el hombre del goce, en la neurosis obsesiva también tenemos el cuarteto: el padre, algún personaje masculino que puede hacerle de contrapunto, la dama idealizada, la dama degradada (o la dama rica y la dama pobre, según las versiones de cada caso).

En “El mito individual del neurótico”, Lacan contrapuso el mito individual a la novela familiar, pues encuentra que el mito da forma a aquello que no puede ser transmitido en el acceso a la verdad. Pero fundamentalmente, nota que esas estructuras míticas modifican el mito edípico de acuerdo con lo que se va articulando en la práctica analítica.

Entonces, como modelo, tenemos al Hombre de las ratas y “la constelación original que presidió el nacimiento del sujeto, su destino y su historia”.[25]

No voy a detenerme en todos los detalles del caso, pero sí en dos cuestiones: el rasgo que especifica la unión de sus padres, ya que mientras el padre era muy “suboficial”, la madre era la que portaba el prestigio, (cuenta el mito que el padre no desposó a una dama pobre para casarse con la dama rica, la madre). El otro detalle, no menor y que arma el cuarteto es la deuda de juego contraída por el padre y saldada por un amigo, también portador por ello de cierto prestigio, pero que deja al padre sumido en otra deuda que fue imposible de pagar.

Lacan notará que todo el desarrollo de la deuda de los anteojos, y el tema de a quién debe devolverle el dinero, refleja, en cierto modo, la relación inaugural entre la padre, la madre y el amigo. Tenemos, por un lado, la deuda inaugural del padre en relación al amigo, y por el otro la sustitución de la mujer pobre por la mujer rica, bajo la forma, en el caso del Hombre de las ratas, de la deuda por los anteojos, la empleada del correo y la sirvienta, la mujer pobre de de la posada.

Lacan, demostrará entonces una realidad clínica que es la que nos interesa hoy: “hay en el neurótico una situación de cuarteto, que se renueva sin cesar pero que existe en un plano único”.[26] Tratándose de un sujeto masculino, tenemos una doble exigencia. La primera es la de la asunción de su función viril y en su trabajo, la de asumir sus frutos sin conflictos, sin tener el sentimiento de que algún otro lo merece o que él lo tiene por casualidad.

La segunda exigencia es la de un goce pacífico y unívoco del objeto sexual, una vez que ha sido elegido y le es concedido para toda la vida. Podríamos sintetizar estas dos exigencias en lo que Freud ubicaba como los índices de la curación: la posibilidad de trabajar y amar. Sin embargo, observa Lacan que cada vez que el neurótico logra o tiende a lograr su propio papel, que se asegura lo bien fundado de sus manifestaciones en el contexto social, el partenaire sexual se desdobla en la forma de la mujer rica y la mujer pobre. Para Lacan es el “aura de anulación que rodea al partenaire sexual que tiene más cerca. Se presenta un personaje que desdobla al primero y que es objeto de una pasión más o menos idealizada”.[27]

Pero ocurre que si el sujeto hace un esfuerzo para poder lograr la unidad en el aspecto amoroso de su vida, es en el otro extremo, en la asunción de su propia función social y de su propia virilidad, “en donde ve aparecer a su lado un personaje con el cual tiene una relación narcisística en tanto relación mortal”; al que le delega la tarea “de representarlo en el mundo y de vivir en su lugar”. Él se siente excluido.

Lacan concluye entonces con la idea de “la fuga ante el objeto deseado”: “Ante la meta vemos producirse el desdoblamiento del sujeto, su alienación consigo mismo, las maniobras por las que se da un sustituto sobre el cual recaen las amenazas mortales. Pero reintegrado el sustituto, se ve impedido de alcanzar la meta”.[28]

La mujer se constituye en una meta inalcanzable, ya sea por el desdoblamiento de la dama, ya sea por el desdoblamiento del sujeto.

La búsqueda de la mujer en la neurosis obsesiva toma la mayoría de las veces la vertiente de la dama idealizada, y como tal, muerta, por resultar inalcanzable al deseo.

Tenemos en el Hombre de las ratas, entonces, por un lado el eje imaginario, la imagen de su cuerpo que juega con la trama fantasmática, y por otro lado la cadena de las palabras que tiene que ver con las palabras que lo precedieron. Lacan dirá que es a partir de la interpretación de la cadena de palabras que se deshace la trama de los fantasmas. El punto central es la interpretación de Freud en donde transmite al sujeto lo que había fabricado el padre, porque es el punto en donde estos dos ejes se cruzan. Dirá Lacan, en “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, a partir de esa interpretación de Freud en donde ubica la prohibición del lado del padre (podríamos decir que casi le fabrica un padre), que “la percepción de la relación dialéctica es tan justa que la interpretación de Freud desencadena el levantamiento de los símbolos mortíferos que ligan al sujeto a la vez con el padre muerto y con la dama idealizada, ya que esas dos imágenes se sostienen en una equivalencia en el obsesivo: una por la agresividad fantasmática que la perpetúa (respecto del padre muerto) la otra por el culto mortificante que la transforma en ídolo (para la dama)”.[29]

Sin embargo, Lacan subraya la mediación verdadera (la mediación de la deuda) que se introduce en la transferencia con la fantasía que tiene con la hija de Freud, que baja la escalera con los ojos de betún.

“Si es con este pacto simbólico como cayeron para el sujeto las astucias de su servidumbre, la realidad no le habrá fallado para colmar esos esponsales”: los esponsales con la muerte que encontró finalmente en la guerra. El “pacto simbólico” del que se trata es el pacto de querer casarse con la hija de Freud. Las “astucias de su servidumbre”, son el hecho de que en la vida no pudiera no toparse con algún hombre bajo el cual iba a tener el sentimiento de caer bajo su esclavitud, para lo cual tenía que usar las astucias del esclavo para evadirse, en lugar de soportar un mínimo de jerarquía y ubicarla en su justo lugar, se precipitaba a esas elucubraciones espantosas. Saldrá de eso por las elaboraciones simbólicas, puede renunciar así a las astucias de su servidumbre.

Pero con esto encontramos que la realidad ha sido el “pret-á-porter” del fantasma transferencial no resuelto, por el cual el joven terminó desposando a la muerte.

Tenemos a un sujeto con una deuda imaginaria que irrumpe, intrusiva. Freud, por medio de la interpretación que apunta al padre muerto, lo lleva de alguna manera a afrontar la muerte. Interpone una mediación verdadera, no deja al sujeto identificarse con la muerte en la que, como todo sujeto obsesivo, está instalado. Freud lo lleva a que pueda decir de esa figura marcada con la muerte, representada por los ojos de betún, “eres mi mujer”. El problema es que es una muerte que no está depurada, pues lo que le faltaría al Hombre de las ratas es una alianza con una mujer, con el representante del Otro sexo separada de la muerte, en este caso por la cuestión del hijo, marcado de entrada por el hecho de que la mujer ideal, la que amaba, no podía tenerlos y él había renunciado a eso.

Freud no remarcó lo suficiente el hecho de que se enamoró de ella, quizás, justamente por eso. No tener hijos no tiene en sí mismo una significación mortal, pues hay muchas maneras de tenerlos. No es el hecho en sí sino la significación que sería una significación de muerte.

Entonces, el obsesivo se encuentra en la disyunción entre dos mujeres, busca la mujer completa, podríamos decir, evitando la castración.

Calcula el deseo del Otro para que no aparezca la falla, por ejemplo con la postergación. Se defiende de la castración, lo que lo lleva muchas veces a impedir la experiencia con el Otro sexo, se sustrae del encuentro. Otras veces esto puede tomar la forma de feminizarse para quedar ubicado como objeto de goce del padre en el fantasma. El “empuje a la mujer” en la obsesión tiene la paradoja de que, justamente, es para evitar el encuentro.

Diría que el “se busca la mujer” en la neurosis apunta a sostener la creencia en la existencia de La mujer, con lo cual se evita el encuentro con una.

Publicado en Revista VIRTUALIA Nº 29 – Noviembre del 2014.

BIBLIOGRAFÍA

  • AAVV, Una práctica en acto, Atuel, Bs. As., 1995.
  • Lacan, J., “El mito individual del neurótico”, Intervenciones y textos 1, Manantial, Bs. As, 1985, pp.39 a 51.
  • “Función y campo de la palabra y el lenguaje…”, Escritos 1, Sigloveintiuno, Bs. As., 1987.
  • “Intervención sobre la transferencia”, Escritos 1, Sigloveintiuno, Bs. As., 1987.
  • “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos 2, Sigloveintiuno, Bs. As., 1987.
  • “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, Siglo Veintiuno, 1987.
  • El seminario libro 8, La transferencia, Paidos, Bs. As., 2008.
  • Laurent, E., Entre transferencia y repetición, Anáfora, Bs. As.
  • Miller, J.-A., Los divinos detalles, Paidos, Bs. As., 2010.
  • “¡Des-sentido para la psicosis!”, “Suplemento topológico a ‘De una cuestión preliminar…’”, “Mostración en Premontré”, “¿Producir el sujeto?”, Matemas 2, Manantial, Bs. As., 1985
  • Torres, M., Clínica de las neurosis, Cuadernos del ICBA.

NOTAS

  1. Lacan, J., “Introducción a la versión alemana de los Escritos”, Uno por uno 42, Eolia, Barcelona, 1995.
  2. Miller, J.-A., “Síntomas y tipos clínicos”, Conferencias porteñas, Paidós, Bs. As., 2009, p. 309.
  3. Miller, J.-A., “El ruiseñor de Lacan”, Del Edipo a la sexuación, Colección del ICBA, Paidós, Bs. As., 2000.
  4. Ídem.
  5. Miller, J.-A., “La bolsa de los inclasificables”, Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, Paidós, Bs. As., 1999.
  6. Con este título hemos dictado un seminario en la EOL sobre sexualidad femenina con Luis Daría Salamone en el año 2009.
  7. Lacan, J., “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, Escritos 2, Sigloveintinuno, Buenos Aires, 1988, p. 546.
  8. En el derecho, la preclusión es el carácter del proceso, según el cual el juicio se divide en etapas, cada una de las cuales clausura la anterior sin posibilidad de replantear lo ya decidido en ella
  9. Ibid. p. 547.
  10. Ibid.
  11. Lacan, J., “Intervención sobre la transferencia”, Escritos 1, Sigloveintiuno, Bs. As., 1988, p. 210.
  12. Freud, S., “Fragmento de análisis de un caso de histeria”, OC, vol. III, Amorrortu, Bs.As., p. 37.
  13. Miller, J.-A., La experiencia de lo real, Paidós, Bs. As, 2003, p. 386.
  14. Lacan, J., El seminario, libro 17, El reverso del psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 1992, p. 99.
  15. Miller, J., “Iluminaciones profanas”, Lacaniana 7, Grama, Bs. As., 2008, p. 48.
  16. Lacan, J., El seminario 17, op. cit., p.100.
  17. Lacan, J., “Intervención sobre la transferencia”, op. cit, p. 210.
  18. Lacan, J., “Joyce el síntoma” II, Uno por uno, 45, Revista Mundial del Psicoanálisis, EOLIA – Paidós, Primavera 97, p.
  19. Freud, S., “Fragmento de un caso de histeria”, op. cit., p. 364.
  20. Miller, J.-A., La experiencia de lo real, op. cit., p. 364
  21. Laurent, E., “Dos aspectos de la torsión entre síntoma e institución”, Los usos del psicoanálisis, Primer Encuentro Americano del Campo Freudiano, Paidós, Bs. As., 2003, pág. 118.
  22. Lacan, J., El seminario, libro 8, La transferencia, Paidós, Bs. As., 2008, p. 280.
  23. Ibid.
  24. Ibid
  25. Lacan, J., “El mito individual del neurótico”, Intervenciones y textos 1, Manantial, Bs. As., 1985, p. 42.
  26. Ibid. p. 49.
  27. Ibid. p. 50.
  28. Ibid. p. 55.
  29. Lacan, J., “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, Escritos 1, Sigloveintiuno, Bs. As., 1988, p. 290.