Clínica

El destino del síntoma a las puertas del nuevo siglo

Por Gustavo Dessal

Moira, el Destino. Los griegos lo representaban bajo la forma de tres mujeres: Atropo, Cloto y Láquesis. Regulaban la duración de la vida desde el nacimiento hasta la muerte, con la ayuda de un hilo que la primera hilaba, la segunda enrollaba y la tercera cortaba cuando una determinada existencia llegaba a su fin. Su poder era inapelable, al punto de que el mismísimo Zeus no podía con ellas. Los expertos dicen que semejante potencia en manos de mujeres es el signo en el mito de antiguas creencias surgidas en la sociedad matriarcal, antes de sufrir la invasión del patriarcado indoeuropeo.

Es curiosa la ambigüedad que envuelve a la idea del Destino. ¿Es la escritura que inexorablemente y en secreto nos gobierna desde el inconsciente? ¿O es, por el contrario, la tyché , esa inconsistencia del Otro que nos abre a la dimensión de lo incalculable, en un tiempo por venir? Freud nos habla en numerosas ocasiones del Destino. Desde el momento en que estamos predestinados por nuestro inconsciente, hasta el superyo, representante psíquico de la Providencia parental, pasando por la compulsión a la repetición, la fuerza del Destino en su manifestación irrebatible y a veces devastadora. ¿Es lo que está desde el comienzo, o lo que nos aguarda en silencio, emboscado en el futuro?

En cierto modo, el psicoanalista lee el futuro, en los posos del discurso de su analizante, en las cenizas que dejan los fuegos de su goce. O mejor dicho, se lo hace leer a su analizante. Después de todo, el pasado, la historia, la reconstrucción, no constituyen para el psicoanalista una vocación por lo antiguo. Se trata del futuro, del lugar a donde el sujeto será conducido, según se decida por el triunfo de las determinaciones inconscientes, las marcas de goce, o bien elija derrotarlas. “El psicoanálisis -explica Lacan en Televisión- le permitiría esperar seguramente elucidar el inconsciente del que usted es sujeto”. En la edición del texto, Jacques-Alain Miller escribe al borde de la página: “¿No quieres tú saber nada del destino que el inconsciente te prepara?”.

Durante un día y medio hemos hablado sobre el destino de los síntomas, y del síntoma como destino de la pulsión. Hablaré, para finalizar, del destino que cabe augurarle al síntoma en el próximo siglo. Es decir, que voy a internarme un poco en el terreno de las profecías, los dichos sobre el Destino.

Adelanto mi proposición: los síntomas tienen asegurado su futuro, puesto que dependen de lo real. Pero no es seguro que el psicoanálisis sea el destino al que se dirijan los síntomas. Esa es la diferencia entre nuestro siglo y el que viene.

Freud inventó el psicoanálisis, que es un modo de lazo social, una oferta para la demanda del sujeto. Esa demanda, lo sabemos, nace en el fondo de una falta, la falta en gozar. El método analítico consiste en atrapar esa demanda, y mediante el artificio de la transferencia transformar esa impotencia en un saber al servicio de la producción, de la revelación de los significantes secretos del destino inconsciente. El resultado, a diferencia de otras ofertas del mercado, no satisface la demanda, pero abre la puerta del deseo, de un deseo que no se contenta con la felicidad del fantasma. No todo el mundo quiere eso, pero algunos, hasta ahora, se han mostrado dispuestos a asumir el reto.

El caso es que como vivimos cada vez más en un mundo de mercado libre, nos ha salido un competidor. No es el primero. A lo largo de la historia del psicoanálisis han surgido varios imitadores. Pero la calidad de la marca analítica, el prestigio entre los usuarios, ha vencido hasta ahora. Pero esta vez el competidor es de otra clase. También tiene su prestigio, avalado desde hace siglos, su eficacia está probada, y su racionalidad está fuera de cualquier sospecha. Está claro que hablo de la ciencia. Pero no me refiero simplemente a los objetos de la técnica, los preciosos agalma que lucen en los escaparates y que proporcionan cierto confort al autoerotismo. Después de todo, y como sucedáneos de los objetos (a), están fuera del cuerpo. Me refiero más bien a lo que puede intervenir en lo real del cuerpo, en su goce. Lo que puede alcanzar el corazón erógeno de la pulsión.

La ciencia ha franqueado un límite, el límite de lo que hasta el presente constituía nuestro territorio específico: el campo del goce. Y sabemos que la ciencia no ha retrocedido jamás en sus conquistas. No hay ninguna razón para suponer que en esta ocasión lo vaya a hacer. Por ejemplo, ha decidido tomar cartas en el asunto de la procreación. No le va demasiado mal en este negocio, pero debo decir que al psicoanálisis tampoco. Recientemente una de mis analizantes decidió someterse a una intervención de fecundación asistida. La ciencia triunfó, pero el psicoanálisis también. La paciente no puede quitarse de la cabeza la obsesión de que el semen que le han inoculado no es de su marido, y además está infectado de SIDA. Es la prueba fehaciente de que nuestro real, el real del psicoanálisis, no es el mismo que el de la ciencia, pero que ya no están tan lejos.

Para ponernos un poquito a tono con la actualidad, vamos a dedicar unas palabras al Viagra. En los Estados Unidos, el ingenio popular ha hecho circular el rumor que el significante Viagra es la condensación de “vigor” y “Niágara”: la potencia eyaculatoria de la catarata. Lo interesante, es que los científicos y los doctores no saben cómo impedir que la consuman también las mujeres. Un efecto insospechado, sólo explicable por el psicoanálisis: que el penisneid haga subir las ventas. Como vemos, seguimos en el plano del síntoma.

Pero hay más: la pastilla sólo consigue resultados cuando el deseo sexual está intacto (lo cual obviamente es mucho pedir). Si no es así, si el deseo está cautivo en las redes de la represión, la pastilla no funciona. Tampoco se han calculado cuántos matrimonios se romperán en el caso de que sí funcione. De cualquier manera, no estoy equivocado cuando le auguro un buen futuro al síntoma.

Otra cosa, mucho más seria, es que el síntoma se dirija a un psicoanalista. Ello depende de muchas cosas, y no todas están al alcance de nuestra maniobra. Depende, entre otros factores, de un estado de la civilización en el que la subjetividad mantenga su legitimidad en el registro ético. Y ese es un estado de la civilización que puede cambiar. La ética es un límite, pero no en el sentido de los límites morales, sino en el sentido en que hace poco lo definió Jacques-Alain Miller: la ética es lo imposible de soportar para cada uno. Ese imposible varía según cada cual. Pero también admite sus variaciones históricas.

Un mundo en el que el Otro no existe, ¿admitirá el psicoanálisis como destino del síntoma? ¿O acaso asistiremos a un desvío de la demanda por los derroteros de una terapéutica basada en la forclusión del sujeto? La posibilidad no es impensable, si tenemos en cuenta que la ciencia se alimenta de la pasión de la ignorancia, que es la pasión por excelencia del sujeto. Podría parecer paradójico afirmar una solidaridad entre la ciencia, la más suprema de las empresas del conocimiento, y la pasión de la ignorancia. Pero la paradoja se disuelve cuando comprendemos, tal como nos instruye la enseñanza de Lacan, que la ciencia nada quiere saber sobre el deseo que la anima, el deseo que opera en su causa. Sin duda, no puede esperarse un gran destino para el síntoma en un mundo donde cada vez más, e invoco de nuevo a Lacan, reina la figura emblemática del niño generalizado, del individuo carente del sentido de la responsabilidad. Para un estado de la civilización semejante, está claro que resulta más confortable una terapéutica que le ahorre al sujeto el pasaje por el registro de la verdad. La verdad, es eso que nadie quiere ni regalada. Tanto peor si hay que pagar por ella.

¿Qué destino, entonces, para el síntoma que viene? Vemos ya perfilarse una opción, que poco a poco se extiende por todo lo ancho de las sociedades más avanzadas: las asociaciones de goce. Es la gente que en los mecanismos del lazo social se determina por su síntoma. Es la identificación en torno al síntoma, en el que el rasgo mórbido común constituye la identidad del grupo. Son las asociaciones de depresivos, de agorafóbicos, de sufridores de ataques de pánico, etc. En ellas, no se trata exactamente de curar el síntoma, sino de constituir un modo de lazo social a partir de él. Se crean así pequeños colectivos, pequeños mundos de síntomas, unidos por Internet. Ellos creen en el síntoma, creen a su manera, puesto que saben que sirve para gozar.

¿Dónde veo el problema? No crean que intento dar una visión apocalíptica. Desde hace miles de años hay gente que está convencida de que el mundo va a extinguirse. Pero no se extingue. Tampoco estoy por la labor de sugerir una Cruzada de Salvación Analítica. Nada de eso. Entre otras cosas, porque personalmente creo que a pesar de todo el psicoanálisis tendrá su lugar. El problema, sería que los analistas cayésemos en la tentación de constituir entre nosotros una asociación de goce.

Después de todo, ¿acaso el psicoanálisis no es nuestro síntoma? Es la tentación de quedarnos entre nosotros, gozando juntos. Es por eso que el psicoanálisis no puede renunciar a una política, no puede abanderarse en la pureza de la clínica. Una política significa calcular el modo en que el psicoanalista debe hacerse presente en el discurso social, y eso es algo mucho más complejo que el oportunismo de hacerse experto en los síntomas de moda. Ello no significa abdicar de nuestra clínica, puesto que la clínica es la única lectura que el psicoanalista puede ofrecer de la realidad. Clínica de lo real, de lo que hace obstáculo al proyecto de la ciencia, que trabaja en favor de la pulsión de muerte, y de la anulación del inconsciente. La ciencia es también, a su manera, una clínica de lo real: tratamiento de lo real por lo simbólico. Pero es una clínica sin sujeto, sin pasaje por el sentido. Es fundamental tenerlo en cuenta, puesto que incluso es una clínica que no carece del registro de la transferencia: la simple invocación de los significantes de la ciencia son suficientes para despertar la vertiente imaginaria del sujeto-supuesto-saber, que es una manifestación sintomática del inconsciente.

Recordemos la célebre frase pronunciada por Lacan en su seminario sobre la ética: “hasta qué punto estamos lejos de toda formulación de una disciplina de la felicidad”. ¿Qué destino elegirá entonces el síntoma? No olvidemos tampoco otra de las profecías de Lacan: el auge de las nuevas formas de religión, como dispositivos dispuestos a acoger las demandas de goce.

Una vez más, nuestro derrotero se encuentra flanqueado por los dos grandes discursos de la humanidad: ciencia y religión. Ellos trazarán el mapa del próximo milenio, y nuestra misión consiste en saber orientarnos, en despejar los significantes del sujeto que articulan su historia al malestar de la civilización, una civilización cada vez más holofrásica. Nuestra tarea no consiste en abordar ese malestar de un modo directo, como sociólogos advertidos del inconsciente, sino tal y como se manifiesta en la singularidad del caso.

Lacan aventuró que algún día la Humanidad llegará a curarse del psicoanálisis, y si ese día llega, no será sin el recurso al olvido, que es la forma de autoterapia que funciona en la civilización. Es por ello que nos interesamos en el síntoma, nos esforzamos por proteger la memoria de la que es portador.

Lo hablado ayer por la tarde, me evocó la idea de que la pulsión de muerte es buena compañera del olvido, de la acción de dar vuelta la página, de sucumbir a la pasión de la ignorancia. El Eros del psicoanalista, en cambio, promueve la labor de recobrar la memoria, de hacernos responsables de nuestra posición como sujetos.

Se tratará entonces, para nosotros, de introducir en la cultura una alternativa frente a la salida -siempre disponible- de entregar el destino a los designios de los dioses oscuros. Sólo podemos confiar en el auxilio de la buena suerte, como lo dice Lacan en Televisión, puesto que la esperanza no tiene en ello nada que hacer.