Clínica

Todos volvemos a casa

Por Patricio Vargas

Por Gerardo Quiess

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“El rey del 11” es una película del director argentino Daniel Burman. Cuenta, en la línea explícita de su relato, la historia del reencuentro de un hijo, Ariel, que vive en el extranjero, con su papá, Usher, que quedó viviendo en el barrio de siempre, el 11. Barrio emblemático de la Capital Federal y epicentro de la comunidad judía, a la que pertenecen todos los personajes de la película. En ese territorio cultural y en esa liturgia cotidiana se va tejiendo el encuentro-desencuentro entre ambos.

Ese trayecto construye el otro relato profundo y conmovedor de la película: un nuevo pasaje por lo que significa un padre, no el de carne y hueso, sino esa función que es señalización de un camino -o incluso más, el trazado del camino mismo- para salir a la otra versión de la vida, esa que va más allá del papel que construimos con la demanda del Otro.

Esto demuestra que se pueden seguir ocupando ciertos lugares, por más que uno crea que no, en la reactividad de lo contrario, ser exactamente lo contrario de lo que se supone que el Otro espera: ¿quién soy? ¿el que quiero que los demás vean o aquel con quien me encuentro en ciertos raptos del tiempo donde aparezco de un modo fugaz bajo una forma desconocida?

En este contexto, Ariel cree que viene de visita a Buenos Aires, porque su lugar está en Nueva York, donde tiene su mundo armado: pareja y profesión.

Sin embargo, de entrada queda claro que todo eso está en conflicto. El propósito del viaje era que su padre conociera a su pareja, con la que intentaría buscar un hijo. Pese a ello llega solo a Buenos Aires, ya que ella debe quedarse a una audición por su trabajo como bailarina de Ballet, prometiendo viajar hacia Buenos Aires en unos días.

“Al final sos un pots (idiota)” le dice Usher, ¿venís a presentarme la piba sin la piba?, denunciando de un modo anticipado la disfuncionalidad de su lugar en el vínculo con esa mujer. En una escena muy interesante, él atiende el llamado de ella desde Nueva York y camina rápido por la calles de Once buscando “señal” para poder hablar. Acude a una esquina donde hay un local que vende vestidos de novia, pero no encuentra señal allí: no hay novia para el vestido.

Kosher crió a Ariel, solo o en la comunidad, pero sin la madre, que por alguna razón se fue cuando era chico. Ariel aterriza, ajeno, en ese mundo de negocios y galerías incalculables, atestado de gente, de productos infinitos, ofertas y sinagogas; todo un folklore sincrético entre lo porteño y lo judío.

No encuentra a su padre sentado en la casa de la infancia esperándolo, lo tiene que buscar en los laberintos del barrio. Es el responsable de una mutual popular que ayuda a sus afiliados con todo lo imaginable: remedios psiquiátricos, alquileres, vestimenta, alimentos, pelucas -propias de lo femenino en esa comunidad-, disfraces, cotillón para fiestas, etc, etc. Un circuito de reciclado de cosas entre aquellos que no las usan más y los que las necesitan. Algo disruptivo dentro del mundo de lo que se compra y se vende.

Es ahí donde encuentra a su tía, que le pasa un teléfono para que hable con su padre: un padre que casi toda la película es una voz en el teléfono, la voz de quien todo el tiempo está ocupado pero pide que se lo espere igual: “espera, que estoy en camino”, siempre está “en camino”.

La primera parte de la película pone en escena ese paso. Alguien que vuelve para un reencuentro, buscando más de lo que cree, y otro, que siempre “está en camino”.

“Todos volvemos a casa, por el camino más largo” canta el genial artista rosarino Coki de Bernardis, en su canción “Perdida”. Evidentemente, en ocasiones, para seguir, hay que volver a arreglar cuentas con esa ficción del Otro. Esa casa es el Otro, ese que pulula encarnado en los otros con los que nos relacionamos, con los que se arman esos escenarios de repetición. “Estoy en camino”, dice el padre de carne y hueso, ese que no puede decirle, ni soy el lugar ni soy el camino, porque la función y el otro no son lo mismo, pero carga con el peso de estar significado de ese modo.

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Sin embargo esa voz en el teléfono, presencia de la ausencia, lo demanda, lo guía, le pide que haga en ese mundo cotidiano del barrio de la infancia, que es la comunidad y la religión en la que él no cree. Religión de la que se desengaño cuando su papá, el de carne y hueso, no fue al acto de su infancia en el que sería abanderado, para cumplir con la solidaridad comunitaria sin regateo alguno. Le plancho el guardapolvo, la escarapela, le sirvió el desayuno, pero no pudo estar. La marca de la ausencia y de la distancia que comenzó a alejar esos dos mundos, y que luego se materializó en la partida al extranjero. Es tiempo de acercarse.

La voz le pide que se acerque a una mujer de la comunidad, Eva, colaboradora de la causa, refugiada por haber roto las reglas de su familia, alojada por el aura de Usher, que se la jugaba en más de un sentido, así le valiera el odio de algunos de sus pares. Las circunstancias que viven juntos, en la fundación, los acerca. Ella no puede hablar porque cumple con un rito religioso, pero lo escucha. Y Ariel cuando habla con ella se escucha. “Es muy lindo hablar con vos”, le dice, cada vez que se despiden.

En un encuentro, mientras ella cocina algo típico que hacía su madre en la infancia, él dice que no entiende cómo pueden vivir así, que él es un economista, y los economistas dan algo a cambio de algo, siempre esperan algo que retribuya, que no los entiende, que como es que ellos dan hasta lo que no tienen, siempre al servicio de los demás. Ella lo mira, hace una mueca y él se escucha. Le cae una ficha. Una interpretación del amor le da una pista nueva; algo que le conmueve el artificio de aquella salida falsa, esa que creía que lo alejaba de su papá, y sin embargo lo tenía pegado como lo contrario.

Un padre es una función con la que interpretar posibles “salidas”. ¿No fue ella también ahí un padre? ¿No le posibilita una interpretación diferente? ¿no le abre un camino, sin ser el camino?

Una paciente dijo hace poco en una entrevista algo inolvidable, sobre todo porque vino de la mano de un chiste: ella y su hermano le regalaron un pijama verde a su papá para el día del padre. Cuando se lo probó, ella se rió aparte con su hermano y le dijo: “perece el acertijo”. Un padre es eso, un acertijo cada vez. Esta vez estaba ahí, confundido con ese padre de carne y hueso que se probaba la ropa, ese que lo encarnó muchas veces.

Pero la función del Padre es ese acertijo que no tiene una única solución. Es un acertijo que se interpreta cada vez, para que la salida no sea la novela neurótica que reenvía adentro otra vez. A veces donde se supone que uno encuentra una salida y no hace más que volver a entrar por la misma rotonda.

Para Ariel, volver a casa, a la casa del Otro, fue la posibilidad de reinterpretar todo otra vez desde adentro de ese mundo, del que se fue por una salida falsa pero que conservaba dentro de sí, a la distancia, todo el tiempo.

Es interesante observar cierto hilo invisible que, en los mojones de algunas escenas, plantea el camino al padre que Ariel construye. Podríamos pensar que la ausencia de su padre en el acto escolar en el que él fue abanderado lo alejó de aquel y de su religión, y lo volcó a una identificación secundaria con la madre (una madre que según su ficción y relato, se fue porque estaba “harta de creerse todo esto, las vaquitas Kosher, lo que se puede y lo que no se puede”).

En línea directa con esta identificación materna aparece el escape a Estados Unidos como una forma de huir de aquello del padre que habitaba en el mismo y de lo cual no conseguía construir una versión que le posibilitara un acceso al mundo bajo un modo singular y propio: de eso hablamos en psicoanálisis, entre otras cosas, cuando nombramos la exogamia, es decir, una forma de vida propia de quien construyó un estilo que encuentra su singularidad en un más allá de ser simple y únicamente lo contrario de lo que el Otro espera.

Sin embargo, este estilo reactivo encuentra en su tránsito por las calles del once nuevos significantes para pensar al padre. Ariel se encuentra con un amigo de la escuela que tiene un negocio de telas y le habla de lo linda que es su vida familiar en la comunidad, charla que termina cuando al referirse al padre de Ariel su amigo le dice: ”tu viejo está en todos lados, es el Rey del Once”.

Ariel escucha a Eva, Ariel escucha a su amigo, y va descubriendo versiones propias del padre que estaban dormidas.

Acto seguido se lo ve participar de un ritual Judío en el que pareciera que se reencuentra con la religión. Vuelve a la fundación con una actitud completamente distinta y empieza a encarnar el papel del padre, encargándose de todo a la vez, tratando de dirigir y estar, él también, en todos lados: arregla algunas deudas, mueve cheques, consigue un rabino para realizar un Bar Mitzvah a una persona trans.

La película recorre siete días en la vida de Ariel. Cada día ocurre algo distinto, pero llegado el sábado pasa algo particular: junto a Eva realizan un ritual judío con vino, y habiendo terminado él le pregunta ¿ya está? y tras su confirmación, la besa. Paradójicamente, volver al padre fue lo que le permitió construir una versión propia de la masculinidad, y encuentra en Eva, quizá, a su primera mujer.

El cambio de Ariel también modifica a Eva, quien a partir de allí empieza a usar palabras para comunicarse con él, y sostenida en su potencia, se anima a preguntarse: ¿y si todo es diferente? ¿Y si estamos solos en este mundo?

Marcelito es un muchacho joven de la comunidad que se encuentra internado en un hospital. Usher le pide a Ariel que lo asista de distintos modos, y Ariel aprovecha uno de estos encuentros para preguntarle porque los judíos entierran a sus muertos de a 10 (ese fue el motivo por el que su padre no estuvo en aquel acto, ser el miembro que faltaba para reunir los 10 hombres que se necesitaban en un entierro).

Marcelo le contesta que el motivo es histórico y remite a que Dios llamó por primera vez “comunidad” a un grupo de 10 judíos. Ariel se asombra y le pregunta ¿si entonces hubieran sido 9 y no 10, serían 9 los necesarios hoy? interrogando el ritual. Marcelo no duda ni un segundo, y le responde ¿vos te preguntas porque te pusieron huevos al nacer? y cambia de tema diciendo ¿hay buenas minas en la fundación?.

Interesante giro en el que Marcelo deja ver que para poder acercarse a las minas y tener una mujer, a veces hace falta dejar de preguntarse algunas cosas. Construir una posible versión del padre es, en algún momento, poder llegar a detener el camino de las preguntas. Momento siempre transitorio de resolver el acertijo, hasta la próxima vez.

Soportar un vacío de explicaciones que aloje la experiencia de la exogamia. ¿Cuántas veces vemos que los que más se preguntan y se preguntan, por preguntar tanto, se quedan solos?