Clínica

Sólo el superyo ordena gozar

Por Rosa López

Lacan comienza su Seminario “Aún” en el escenario del anfiteatro de la Facultad de Derecho dirigiéndose a un supuesto interlocutor del campo jurídico que quiere saber en qué consiste el discurso del psicoanálisis. Lacan afirma que tanto el derecho como el psicoanálisis se dedican a aquello que acontece en la cama y por eso va a suponer a su auditorio en “una cama de pleno empleo, una cama para dos”. La diferencia es que mientras que el derecho regula el uso del concubinato (acostarse juntos)”, el psicoanálisis se ocupa de lo que allí queda velado: el goce. ¿Cuál es la relación del derecho con el goce? Dirimir el usufructo, que consiste en diferenciar lo útil del goce. Para Lacan el goce se reduce a “lo que no sirve para nada”.

Hay que tener en cuenta el público que llenaba la sala en ese momento histórico: los jóvenes revolucionarios de izquierdas del 68 que defendían el derecho a gozar sin limitaciones. Lacan les canta las cuatro verdades reconociéndoles el derecho a gozar pues el goce no está prohibido pero, les advierte que se cuiden que ese derecho a gozar se les convierta en un deber porque “Nada obliga a nadie a gozar, salvo el superyó. El superyó es el imperativo del goce: ¡Goza!”.

El concepto de superyó representa el comienzo de lo que puede considerarse el núcleo duro de la teoría freudiana que se completará con la pulsión de muerte. A medida en que Freud amplia el campo de la clínica al estudio de la psicosis y de la perversión necesita modificar su concepción de la estructura psíquica dando lugar a la segunda tópica en El Yo y el Ello de 1923. En respuesta a esta innovación, sus discípulos comenzaron a desviarse privilegiando unos conceptos sobre otros. Concretamente el superyó es vaciado de su contenido en la Ego-psychology. Se trata de una orientación contraria al cuestionamiento que Freud hace respecto a la supuesta autonomía del yo al inventar una nueva instancia psíquica que, no por azar, denomina superyó pues tiene la facultad de contraponerse al yo y dominarlo. La introducción del superyó apunta claramente a la existencia de una escisión en el yo que contraría cualquier ideal de autonomía.

Lacan desmonta el denominado reforzamiento del yo (si es que acaso el yo fuera susceptible de ser reforzado) y nos advierte que por esta vía se le da mayor consistencia al fantasma, no se toca el síntoma y se acentúa la neurosis.

Sería injusto adjudicar a Lacan la idea de que el superyó más que prohibir exhorta a gozar. Freud transmite, con claridad, que el superyó cumple la función de imponer prohibiciones, pero también la de dar órdenes contradictorias e imposibles de cumplir. No importa lo que el yo consiga en la vida porque el superyó jamás queda satisfecho y no cesa de imponer sus órdenes insensatas: ¡Debes hacer que lo imposible sea posible! Cuando la identificación a los imperativos del superyó es máxima el sujeto pierde la capacidad de orientar su existencia en el mundo real y termina enloqueciendo. El yo se subordina a las órdenes que emanan del superyó experimentando un sentimiento de culpa inconsciente que le condena continuamente y con independencia de sus actos, a sentirse culpable, de donde se deriva la necesidad de castigo. Freud entra en un territorio contrario a todo ideal de felicidad cuando empuja su investigación hacia los confines de lo que hay más allá del Principio del Placer y descubre algo fundamental que supone un giro en la historia del pensamiento: la existencia de una pulsión de muerte en todos y cada uno de los seres hablantes. El superyó es uno de los nombres del inconsciente y representa su cara más terrible, ya no se trata del inconsciente que puede ser descifrado como un saber que desconocíamos y que produce el júbilo propio del descubrimiento de un nuevo sentido, se trata del inconsciente como pulsión de muerte, en forma de una ley insensata que coacciona al sujeto sin darle la menor significación a la que agarrarse y le empuja a recibir un castigo. Siendo que todo este proceso acontece como un drama interno el sujeto no va a obtener un castigo que le venga del exterior, pero lo necesita para calmar la culpa y por eso se hace castigar, abandonar, rechazar, expulsar, insultar o se castiga a sí mismo. La enorme paradoja que Freud descubre es que cuanto más trata el sujeto de satisfacer las exigencias del superyó, más cruel se torna este, pidiendo de manera insaciable, más sacrificios y haciéndole sentir cada vez más culpable.

Notemos que se trata de un funcionamiento circular del que no se puede salir. El superyó castiga sin piedad a los más virtuosos, a los más justos, a los santos, es decir, a todos aquellos que están dispuestos a renunciar a toda satisfacción para cumplir con sus exigencias. No le es suficiente la renuncia a los actos, también pide la renuncia al deseo, y eso es algo que ya no depende de la voluntad.

Freud verifica la potencia del superyó en la clínica al confrontarse con que el analizante se resiste a su propia curación. Desde el beneficio primario que se obtiene del síntoma, pasando por la necesidad de buscar un castigo, el sentimiento inconsciente de culpabilidad, el masoquismo primario, la repetición del trauma y finalmente la reacción terapéutica negativa. Todos estos hechos apuntan a la existencia de un territorio más allá del principio del placer en el que se entroniza la pulsión de muerte.

Respecto al concepto de superyó Lacan denuncia el carácter bastardo con el que fue utilizado por aquellos que perdieron tanto la brújula freudiana que confundieron el psicoanálisis con la psicología general. Manteniéndose fiel al pensamiento de Freud, introduce una perspectiva nueva con su teoría sobre el goce. Podríamos decir que el superyó sería el nombre freudiano que más se aproxima al concepto de goce de Lacan.

Recordemos que el primer encuentro de Lacan con Freud fue de la mano del superyó, concepto que utilizó en su tesis de psiquiatría “De la psicosis paranoica en su relación con la personalidad” que le permitió acuñar el nuevo diagnostico de “paranoia de autopunición” al demostrar que el delirio psicótico de su paciente Aimée desaparece tras la realización de un pasaje al acto homicida por el que mereció el castigo jurídico que satisfizo la pulsión autopunitiva.

Solo puede hablarse del superyó, nos dice Lacan, a condición de tomar desde más arriba el descubrimiento freudiano. Este más arriba tiene que ver con el origen de la existencia y el advenimiento del sujeto que habla. Se trata, pues, de un lugar absolutamente primero en la cadena causal respecto a ese sujeto del conocimiento, autónomo y fuerte que preconiza la Ego-psychology. El superyó representa esa ley moral, con carácter imperativo, que conforma lo que se ha dado en llamar “la voz de la conciencia”. Expresión que para Lacan produce confusión pues de lo que se trata es, efectivamente, de la dimensión de la voz, pero en absoluto de la conciencia. Recordemos que la voz es, junto con la mirada, uno de los dos objetos de la pulsión que añade a la lista freudiana. Estamos frente a una voz que basa su autoridad no en lo que dice sino en su sonido estentóreo. Lacan toma como ejemplo algunos pasajes del Éxodo en los que Dios se presenta a su pueblo en el monte Sinaí bajo la forma de un fuego al que acompañaba un sonido atronador que estremecía a todos los presentes. Moisés usaba las palabras, mientras que Dios le respondía solo con la voz. Esa voz imperativa que no decía nada, pura enunciación, dio lugar, secundariamente, a los mandamientos escritos en las Tablas de la ley. Los significantes que quedaron escritos en la Tablas cumplen la función de trasformar la pura enunciación, que no explica nada, en un enunciado que puede darse a conocer. Es importante subrayar esta distinción entre la voz y la palabra pues nos permite aclarar que el superyó no representa la ley formalizada mediante el ordenamiento simbólico que cumple una función pacificadora, sino la ley como voz insensata cuyo enunciado desconocemos.

Con Lacan podemos precisar con mayor rigor la noción freudiana de la “introyección” del superyó por la vía de la identificación. Distanciándose de la relación edípica entre el niño y el padre, la cuestión se juega en la relación de “exclusión interna” entre el campo del significante y el del goce. El superyó estaría situado precisamente en la encrucijada entre lo simbólico y lo real, produciendo, en su máxima expresión, el sentimiento de “extimidad” que nos lleva a experimentar en lo más intimo de nuestro ser la presencia de algo extraño y desconocido. La voz áfona del superyó representa a ese enemigo que habita en nuestro interior y al que se teme más que a ningún peligro que proceda de fuera. Se trata pues de la “división del sujeto contra sí mismo” que Lacan contrapone al ideal de la autonomía del yo.

Con Lacan el superyó se sitúa en el campo del goce y es contrario al funcionamiento del deseo. De este modo, se produce un cambio ético respecto a la clínica que advierte sobre el peligro que supone que el analista encarne la voz del superyó y empuje al analizante hacia un supuesto ideal que lo destruye. La máxima del seminario de la ética se alía con el deseo en contra del superyó. Ahora bien, el superyó es muy tramposo y puede hacernos creer que sus exigencias están del lado del deseo, ya sea por la vía de los grandes ideales que nos animan a ser el mejor, ya sea por la del sacrificio que nos invita a convertirnos en escoria en nombre de alguna causa. La fórmula ética de Lacan “actúa según tu deseo” no se puede leer como un imperativo. Jacques Alain Miller aclara que Lacan no planteó su “no ceder en el deseo” como “un precepto positivo de la ética del Psicoanálisis”. Más bien, la ética del Psicoanálisis no da preceptos, es silenciosa: “si hay ética del Psicoanálisis no podría ser más que la del bien-decir” [1].

En el Seminario de “La Angustia” Lacan sitúa el foco directamente sobre el cuerpo, más allá de su forma imaginaria o sus rasgos simbólicos. Necesita introducir el cuerpo como organismo para dar lugar al nacimiento del único concepto que ha reivindicado como propio: el objeto a. Con la invención del objeto a hace vacilar la potencia del padre al producir una ruptura con el marco imaginario y simbólico que daba a los objetos un valor fálico. El objeto a cobra el estatuto de un desecho orgánico que, como un resto real, retorna provocando la angustia.

En el plano oral, en el nacimiento, e incluso en el nivel de lo anal, todo está referido al Otro materno, con el que acontecen las separaciones de órganos, el trauma del nacimiento o el control de esfínteres. La presencia del Otro paterno la vamos a recobrar precisamente en el campo del objeto vocal, como objeto soporte de los mandatos. Aquí el padre no está presente por su función de dar un significado al goce materno pues el objeto voz se muestra irreductible a todo esfuerzo de simbolización que provenga del NP.

Para concebir el objeto vocal Lacan se inspiró en texto de Theodor Reick titulado “El Sophar” [2]. Lo que está en juego es el sonido que se desprende de un cuerno que se sopla en la sinagoga en las ocasiones sagradas, en las que se trata de renovar el pacto inicial que liga a Yahvé con el pueblo elegido. El cuerno es también un objeto desprendido de un cuerpo que, como pieza separada, ha cobrado un valor distinto del anatómico. Theodor Reick sostiene la hipótesis de que se trata del bramido de un toro al que se está dando muerte, y esto lo liga con el mito del asesinato del padre de “Tótem y Tabú” con el que Freud trata de explicar los orígenes de la sociedad, del deseo y de la ley. Sin embargo, Lacan no solo quiere ir más allá de Freud en cuanto al final del análisis, también quiere ir más acá de Freud en cuanto al origen; primero es el objeto a y después se montan los mitos como elucubraciones de saber. Para Lacan no hay ni padre, ni toro asesinados y el propio Dios es un fantoche más bien del registro del señuelo.

Si el Sophar no es para Lacan la voz de ningún Dios que prohíba el goce sino la del superyó que exhorta a gozar, el objeto voz se presenta claramente en la clínica tanto de la neurosis como de la psicosis. La alucinación muestra el carácter parasitario de los imperativos interrumpidos del superyó. Esa voz que viene de fuera (el Otro) se introduce en el cuerpo haciendo que lo exterior se torne a la vez íntimo, es decir, “éxtimo”. La incorporación de la voz es lo propio de las neurosis mientras que en la psicosis nos encontramos son la sonorización de la voz en las alucinaciones auditivas, obscenas e injuriantes. Los fenómenos de franja en la psicosis nos ofrecen un ejemplo mucho más cercano a la clínica de pulsión invocante bajo la forma de ciertos ruidos que todavía no se han convertido en voces. Después aparecerá la voz que ordena o que manda mensajes interrumpidos.

El neurótico necesita hablarle al otro, al semejante como una manera de defenderse del asedio de la voz que proviene del Otro, mientras que para el psicótico la voz del Otro ya está con él y la oye directamente sin la mediación imaginaria del fantasma que actúe como barrera. En cualquier caso, la voz está siempre separada de la significación, es un residuo, un resto de lo que no puede llegar a significarse en la cadena significante. Así como hay una esquicia entre la mirada y la visión, también hay una diferencia entre “oír” y “escuchar”. La voz aparecer en su dimensión del objeto cuando es la voz del Otro, que revela al sujeto una parte de su propio goce que le resulta detestable e imposible de asumir. La voz del superyó apunta a nuestro ser de goce y nos exige rendimientos formidables para después hacernos sentir un puro desecho.

NOTAS

  1. J. A. Miller. “No hay clínica sin ética” . Matemas I. Editorial Manantial
  2. T. Reick. “El Sophar”. Ritual. Estudio psicoanalítico de los ritos religiosos, editado en Buenos Aires en 1995

Artículo completo disponible en PUNTO DE FUGA – Revista digital de la sección clínica de Madrid (NUCEP)
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