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El panóptico que llevamos dentro

Por Mauro Paradiso

Michel Foucault, para pensar en los dispositivos de poder del mundo moderno, recordó la figura del panóptico de Bentham. La idea era pensar en los lugares de reclusión y confinamiento como cárceles, manicomios, escuelas, fábricas. Este dispositivo de poder se desarrolló durante el capitalismo industrial, cuando los sujetos sometidos residían en un espacio físico bien determinado, y por lo tanto donde había que gobernar y vigilar a los cuerpos con prohibiciones y sanciones.

El panóptico consistía en la visión del custodio del orden que observaba a los reclusos desde arriba, mientras que éstos no podían hacer lo mismo, de manera que nunca sabían en qué momento eran observados, con lo cual todo el tiempo debían estar cuidando de su comportamiento. Este dispositivo de poder, implicaba una relación de exterioridad con los cuerpos a los que intentaba gobernar.

En las últimas décadas del siglo XX, Foucault comienza a observar otro dispositivo de poder, al que le dio el nombre de biopolítica. Este dispositivo era más adecuado para gobernar los flujos, los cuerpos en movimiento, la población. La biopolítica ya no está pensada para gobernar los cuerpos solo en espacios de reclusión, como fábricas, cuarteles o cárceles. La biopolítica pasa a regular la vida y la muerte de la población, pone a trabajar la vida. La estadística es una de sus herramientas, en la medida en que a través de ella regula, contabilizando, a la población.

Con el desarrollo y la expansión del neoliberalismo, con el pasaje del capitalismo industrial al régimen posfordista, se ha generado otro dispositivo de control social. El filósofo coreano Byung-Chul Han nos habla de la psicopolítica. En ella el poder ya no gobierna los cuerpos confinándolos a un espacio cerrado o bien delimitado, en una relación de exterioridad, sino que se introduce en ellos, para formar parte de la psiquis del individuo, en un espacio indeterminado y móvil: el individuo lleva su propia cárcel vaya a donde vaya.

Habla de la sociedad del rendimiento, en la que el régimen tiene el objetivo exclusivo de que el individuo aumente su productividad, y para eso se introyecta en su psiquis para que sea empresario de sí mismo, su propio Amo y su propio esclavo. De esta forma, el panóptico de Bentham se introduce en él, que se vigilará todo el tiempo, a través de una evaluación constante e infinita, explotándose a sí mismo.

De esta manera, ya no podemos identificar al verdadero Amo -el Capital, máquina abstracta e impersonal que a todos nos gobierna-. Ya no se puede establecer una línea divisoria tan clara entre el proletariado y el empleador.

En la medida en que el poder se torna invisible, es la mejor manera de lograr que el sujeto aumente su productividad, porque no identifica la opresión, de manera que se torna casi imposible una liberación. La sociedad del rendimiento no necesita sancionar a los que no trabajan, no opera con prohibiciones y castigos, por el contrario, tiene que operar con incentivos, y, en un extremo, que disfruten de su trabajo. Debe tener un plan de auto-superación.

Para lograr este objetivo recurre a un sinnúmero de estrategias, entre ellas la ludificación del trabajo (nada menos que eso, cuando el juego y el trabajo, en cualquiera de los regímenes de nuestra historia, estaban tan nítidamente separados).

A la vez, al incrementarse la seducción por el consumo, también aumenta las expectativas de ganancia (la alienación llega a un punto límite: se desea cada vez más objetos para sentirnos satisfechos, pero nunca se logra comprarlos: el individuo está siempre en deuda consigo mismo).

El sujeto, o lo que queda de él, se proporciona sus propios castigos cuando no logra aumentar su rendimiento: se auto-reprocha. y ello deviene en comportamientos auto-destructivos. Toda la subjetividad deviene fábrica. Hay que revisarla, asistir a cursos de coaching, a terapia, para revisar qué es lo que no nos permite aumentar nuestra productividad. Allí se revisa nuestro universo de representaciones, cuáles son nuestras creencias, qué hacemos en nuestros tiempos libres, cuáles son nuestras debilidades y fortalezas, qué relación tenemos con nuestras parejas o hijos, cómo son los vínculos familiares, todo aquello que estamos haciendo mal y no nos permite triunfar en nuestro trabajo. No es casual que en las entrevistas de trabajo ausculten toda la subjetividad, preguntándonos de manera invasiva, cómo nos desempeñamos o somos en todas esas áreas. La sociedad del rendimiento, en la medida en que transforma todo nuestro cuerpo o psiquis en materia de explotación, es totalitaria. La red digital, nos dice Byung-Chul Han, es una Gran Hermano.

Podemos avanzar libremente por ese espacio, aprobándolo con un “me gusta”. Todos los mecanismos de poder nos consultan, interpelan nuestro hedonismo. Esta red contiene infinidad de datos relativos a nosotros. Hacen clasificaciones, perfiles de sujetos, y así pueden prever nuestras conductas. Esa maquinaria, que nos transforma en cuerpos clasificados, conoce más de nosotros que nosotros mismos. Puede realizar proyecciones de comportamientos, pautas de consumo, que ni nosotros podemos prever, porque no somos conscientes de nuestra sujeción.

Esas clasificaciones las utilizan las empresas para vender un producto, pero también la clase política para seducirnos con discursos que nos interpelen.

Es el reino de los datos, que se trasforman en soberanos que nos gobiernan. Es la sociedad de la transparencia, en la medida en que se supone que los datos lo muestran todo, hablan por sí mismos, dan una información objetiva e infalible acerca de lo que es la sociedad. Ya no hay nada que interpretar. No hace falta explicar nada. Ya no existe más el sentido. Es el imperio de la objetividad.

La psicopolítica actúa estimulándonos de forma permanente. Así se produce una sobre-estimulación nerviosa, que apunta no ya a los sentimientos sino a las emociones, que son más inestables, fugaces, consumibles. Los sentimientos como la tristeza -negativos- no son funcionales para la reproducción del Capital. La soledad, el silencio, tampoco lo son. Las pulsiones funcionales para el Capital son aquellas que nos compelen a actuar, es decir, aquellas que tienen que ver con la positividad. Es así como vivimos en un estado de movilización global permanente.

El Capital, para seguir avanzando, necesita de la acción, de las decisiones, de las afirmaciones. Cualquier gesto de negatividad es un estorbo para él, porque no lo puede explotar. Pero para poder decir que sí, antes debemos saber decir que no. La vida, lisiada de negatividad, no puede afirmarse a sí misma.

Artículo completo disponible en el diario PÁGINA 12
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