Clínica

Entre el exceso y el corte

El sujeto y las fun/fic/ciones parentales

Por María Paula Giordanengo

Por Patricio Vargas

Hay sujeto porque hay un mito que estructura. Esta es una idea central dentro de nuestras concepciones y, por eso, un punto de enorme complejidad. Un mito es creación significante, su transmisión escribe al sujeto, su ficción estructura: inscribe elementos mínimos que designan lugares; es decir, un lugar lo es por esos elementos que son significantes. Estar en un lugar es una modalidad significante.

Un mito que estructura: el Edipo. Una trama que encuentra a sus protagonistas viviendo en una comedia dramática, colorida o monótona, aventuras de destino que se desconocen y tragedias como repeticiones. Todas versiones de lo que significa el pasaje por la estructura fundamental del Otro de la palabra.

Hay “entrada” porque uno es en el significante del Otro, y hay posibilidad de “salida” por la operación que inscribe que ese Otro esta tachado. En la Neurosis ese Otro está castrado, no hay significación cerrada. Esta el enunciado, pero también está la enunciación. Otras significaciones.

Que el sujeto se produzca como efecto de discurso indica justamente que quien porta la palabra tiene allí una oportunidad de no quedar coagulado en ese significante que recubre la castración; es decir, la significación de lo que al Otro le falta. La palabra da entonces el lugar desde donde el sujeto aparece como representado en esa trama significante.

Los mitos le trajeron a Freud coordenadas para ese sujeto del inconsciente que estaba formulando. Un modelo revelador de cómo las tramas significantes, en sus ficciones, dan como efecto al sujeto de esas narraciones.

¿Esto perdió vigencia? ¿La tiene? ¿No es acaso el fantasma esa matriz simbólica/imaginaria con la que el sujeto ocupa el lugar de objeto en el Otro, resto de su paso por las vicisitudes de la castración, escena que se puede escribir a posteriori en un análisis, lugar donde alguien consulta cuando los síntomas fracasan como soluciones sustitutivas?

Freud puso la piedra fundacional de la sexuación en ese punto.

Los síntomas insisten y fracasan como satisfacción sustitutiva en los puntos de fijación libidinal: dramas en el Otro.

 Si nosotros escuchamos en el pulsar de los deslices significantes el pasaje a la “Otra escena” - en los pacientes, en nuestro análisis -,  la escena del mito que estructura y que solo se puede escribir en un análisis, es porque lo que nos dice el Edipo como narración. Supera el cuentito de “amo a mamá y odio a papá” (versión simplificada y heteronormativa que circula en la vulgata), sino que todavía, como estructura, nos dice mucho de la caída del rayo significante que divide aguas, rayo por el cual lo Real se torna resto y sin lo cual no hay sujeto,  ni reconocimiento del otro “semejante” ni “superficie corporal”.

Hay algo que repetimos, y que parece que nos libera de caer en el estereotipo de los prejuicios de la normalización social: decimos que “madre y padre” son funciones significantes más allá de quien las encarne. Que la crianza es, en todo caso, entre dos lugares que exceden la biología de los portadores y el número de las personas. Dos lugares, no dos personas.

Un lugar significado como “un adentro”, endogámico y sexualizante; el otro, “un afuera”, provocado por el corte habilitante. Tensión conflictiva fundamental y constituyente. El punto no es la pareja heterosexual, la pareja gay, la familia ampliada, los ensambles de crianzas colectivas, etc., sino cómo se encarnan los modos de esa trama en el Otro, el conflicto entre esos dos lugares y sus repercusiones, en esos contextos.

En el curso de la historia de la civilización, la familia ha cambiado considerablemente. Del padre – como Amo – se desprenden modalidades de constitución familiar heteronormativas.

El Psicoanálisis si algo viene a cuestionar es la moral familiar en tanto hace de la pulsión el pivote de la constitución subjetiva, cuya regulación asegura la presencia del deseo, siempre en fuga respecto de su objeto.

Madre y Padre no nos interesan específicamente como personas de carne y hueso, aunque también se pasa por ahí en un análisis, sino éstas en tanto funciones.

El análisis se cierne, entonces, entre cuatro elementos significantes: un adentro, un afuera, un exceso y un corte. Para escuchar los conflictos psíquicos tal vez uno pueda orientarse así: cuál es el adentro y sus excesos que se escucha, vía los significantes de la transferencia, y cuáles significaciones operan de corte, de “afuera” posible.

Esto constituye la operación fundamental en la cual el sujeto se encontrará, como tal, disyunto, entre el goce (exceso endogámico, adentro estragante), y el deseo (afuera, corte, ruptura), frente a cuyo conflicto responderá por la vía del fantasma y el síntoma.

Sin un adentro - maternal - que aloje, no hay humanización, es decir significación en el Otro; puede haber inanición. Una operación significante funciona como un padre cuando abre “un afuera” posible. Otra vez, esto lo puede operar  un hombre, una mujer, una institución, una madre, una idea. Excesos y corte conflictuan, y tienen sus versiones.

Por otra parte, ¿qué es una familia sino una modalidad sintomática de transmutar los lazos parentales en una operación de filiación, en un acto de nominación?

Toda familia se articula en torno a un consentimiento sobre lo no-dicho, lo velado, aquella satisfacción que queda por fuera de la escena, que se recrea en fantasías primordiales, “secretos de familia” y recuerdos encubridores.

Familia es todo aquello que funcione como regulador de la economía libidinal, es lo que permite a alguien devenir sujeto deseante. Y en toda familia, sean cuantos sean los miembros que la conformen, habrá necesariamente un modo de nombrar el goce.

Qué fácil pareciera ser escuchar a los pacientes usando el Psicoanálisis como una ideología traductora, como un “sentido común”, aunque creamos que no lo hacemos desde nuestras supuestas posiciones críticas; y qué difícil sostener un tratamiento con la brújula del Psicoanálisis, con la abstinencia necesaria, para no obturar el trabajo de cada singularidad con el conflicto con esos dos lugares.

Después de un tiempo de irrupciones de angustia, fantasías de desamparo y pequeños rituales de evitación sociales, por la sensación de exposición, alguien termina describiendo, con una gran sonrisa aliviante, que encontró una llave para sentirse libre de moverse. Aquel estado no fue el inicio del tratamiento, sino un síntoma resultado de una coyuntura particular durante el mismo. Una mirada particular se le volvió angustiante; la dividía en donde la encontrara. En una foto, en un cruce en la calle, en un hombre, en el pensamiento de una vecina. Esa mirada la designaba en un  lugar particular en el Otro. El Otro la veía así, ella se veía así en el Otro. Mirada que la reenviaba, vía un reproche histórico de su madre, con unos significantes particulares, a un lugar en ese Otro.

La llave que encontró no es algo nuevo. Estuvo ahí durante muchos años de su vida, era el instrumento de su profesión: hablar otro idioma. Si la mirada en la calle configuraba un adentro angustiante, ese uso del lenguaje, de un modo distinto, le permitió construir  la idea de un afuera. Ese idioma le permite comunicarse con gente de otra parte del mundo dentro de la actividad en una ONG internacional a la que pertenece. Por actividades que la requieren le permite pensar en irse a hacer planes en otro continente; de hecho viajó a otro país, a pesar de su conflicto, con la motivación no solo de conocer sino de ir específicamente a hablar “ese idioma”.

¿Porque un simple idioma de repente esta vez significa tanto? Ella lo enseña,  “siempre estuve enamorada del método”. Le gustaba el “método” que esa franquicia había elaborado para enseñar. “Un uso de corte” para ese adentro que, en el afuera de lo cotidiano, la estaba asfixiando y que el encierro parcial aliviaba. Una de las vías de apertura que permitió, luego, en el trabajo analítico, más allá del viaje con efecto terapéutico, líneas para otras significaciones de corte, de pérdida de ser ese objeto en el fantasma.

 “Un padre”, una función, tiene muchos pasajes en las vicisitudes de un sujeto. “Un padre” puede ser cualquier construcción significante que permite salir de un agujero interior, todo lo que tache cualquier “sin salida”. No es algo que se haga de una vez para siempre, aunque tenga que haber una salida inaugural; siempre tiene una vuelta más y alivia.

En su conferencia, “Sobre la sexualidad femenina”, Freud escribió: “...en esta dependencia de la madre se halla el germen de la ulterior paranoia de la mujer. Parece, en efecto, que este germen radica en el temor - sorprendente pero invariablemente hallado - de ser muerta, (¿devorada?) por la madre”.

¿Qué es la madre para una mujer? Allí Freud hace una correlación entre la dependencia y la fantasía de devoramiento. Podemos decir, pensando en esta lectura del “adentro” y el “afuera”, que una mirada puede devorar también. El goce de ser devorado por una mirada puede dividir a un sujeto que se defiendo como puede, o hasta que encuentra que hay otros modos para el erotismo de esa mirada que ese adentro de la devoracion.

No es lo mismo situarse como sujeto femenino o masculino frente a la madre. En algún punto la identificación viril en la mujer - tener el falo como un modo de ser en la mirada del Otro - intenta forzar la proximidad en el vínculo con ese Otro materno, pretendiendo ser amada más por eso que tiene y la coagula en ese ser de significación. La identificación viril es una trampa para la niña, de la cual podrá salir por amor a las salidas que “un padre” puede significar.

No hay significante sin historia, ni historia sin significante. Una mujer cada vez que quería nombrar a su madre lo hacía como “la yegua”. Después de un tiempo comienza a hablar de su fobia infantil hacia los caballos, cayendo en la cuenta de que ese modo de nombrar a su madre se ligaba a un terror infantil. Una intervención la resitúa en el discurso de otro modo. A los 5 años recuerda haber visto parir una yegua cuya cría muere al nacer. De pronto la novela de la tortuosa relación con su madre, que llevó varias sesiones desandar, se resquebrajaba dando paso a un horror por el embarazo y el parto, motivo por el cual había iniciado análisis. Su pareja insistía en ser padre y ella se sentía aún una niña que no pudo “des-pegarse” de su madre.

La respuesta de esta niña al enigmático objeto de deseo del Otro había sido “me quiere muerta”. Cuanto más intensamente persecutoria era esa versión del Otro, mayor era el rechazo a la propia maternidad. Fue preciso construir todas las ficciones paranoides de un Otro malo, en sus diferentes versiones, familiar, laboral, conyugal, para poder hacer caer lo que pendía de ese solo hilo; “el deseo del Otro equivale a mi muerte”.

Es muy importante que el analista “crea” en ello, escuche al detalle la novela, el asunto en la familia, eso que al sujeto lo tiene enredado, con la madre o con el padre, como lugares y con sus modos de nombrarse. Freud llamó a esto la “novela familiar del neurótico”; es decir, los modos en que un sujeto puede apropiarse de una historia, la suya, de cómo ha operado en él la fórmula entre lo materno y lo paterno, con las significaciones que surcan su estructura.

La familia se asienta sobre lo interdicto del goce, lo no-dicho, lo que queda por fuera, ese exceso del que es preciso desprenderse para humanizarse. Asegura, de ese modo, una satisfacción sustitutiva para el sujeto a partir de una pérdida.

Freud recurrió al mito de Totem y Tabú para imaginarizar una suerte de “protofamilia” primitiva en la que se trazaron las coordenadas de la ley del padre, donde la prohibición deviene la marca inaugural de la civilización.

Estar advertidos de la novela familiar, del texto edípico, es ubicar algo de la trama discursiva que habita a ese sujeto en particular, acceder a sus ficciones, sostener el tratamiento como un modo de caída, de tensión y de reescritura con nuevos materiales significantes.